EUGENIO LÓPEZ CANO
El intervalo de tiempo que mediaba entre la petición de mano y la boda era aproximadamente de veinte días, aunque entre la gente bien, como se llama a las familias acomodadas, estaba mejor visto que transcurrieran al menos un par de meses.
No existían fechas determinadas para contraer matrimonio; en cambio sí se elegían las estaciones del año, prefiriéndose el otoño y el invierno a cualquier otra; algunos, no obstante, elegían la primavera, y pocos lo hacían en verano.
Una vez acordada la boda, el sacerdote leía las amonestaciones (moniciones, las llaman algunos) durante la misa del domingo y en los dos festivos siguientes. Después, y en la actualidad, las amonestaciones solamente se publican a la entrada de la iglesia para conocimiento del pueblo por si alguien conoce algún impedimento para que se lleve a cabo. Durante este tiempo, y hasta el día de la boda, la novia no volvía a salir a la calle, exceptuando los días de misa, o para hacer alguna visita o recado.

Al novio le correspondía elegir los padrinos, siendo por lo común los hermanos o algún familiar del mismo. Hoy, por regla general, son los padres de los contrayentes.
Entre las obligaciones de los padrinos estaban la de llevar a la novia a confesarse el día anterior a la boda, a veces junto a otros familiares, y la de costear los gastos de la ceremonia nupcial, detalle éste que no todos realizaban. Al término de la confesión la novia era invitada a desayunar en la casa del futuro marido, siempre que la boda en este caso fuera por la tarde. Normalmente la confesión se hacía la tarde anterior, aun cuando aquella mañana hubiera comulgado.

Cuando el casamiento se hacía inmediatamente, sin que mediaran ritos o costumbres familiares y sociales entre el noviazgo y la boda, amén de pensar o no que se casaban de penalty –penaiti, dicen algunos-, o lo que es lo mismo con la novia embarazada, el vulgo, siempre pendiente de los asuntos ajenos, murmuraba del novio que había venido con los papeles debajo del brazo. Había otros casos (la gente pensaba que era para tapar alguna vergüenza, por no decir que iba embarazada) en los que, por razones diversas, los novios y familiares no deseaban que se hiciese público el compromiso matrimonial. Entonces, para que no ocurriera, se casaban a despacho cerrado, esto es, pagando las amonestaciones sin más.
El amancebamiento, considerado como una de las peores lacras de la sociedad (se decía que vivían en pecado o estaban señalados), era por tanto muy poco frecuente. Ocurría más entre la gente del campo que entre los vecinos del caserío, y más entre la gente pudiente que entre los más pobres, donde el viudo o señorito casado/soltero se amancebaba por lo general con la criada de turno, a menudo con descendencia incluida. Siendo, como era, de dominio público, solían citarlos en el testamento dejándoles a veces un buen capital, reconociendo con ello el amor por aquella mujer e hijo nacido del pecado, descargando la conciencia, o pagando de alguna forma, como se decía, el mal causado a aquella mujer, sin llegar a comprender que intentaba compensar en algo la fidelidad guardada durante buena parte de su vida, frente a tantas habladurías.

En la misma medida el adulterio -más dado en el ambiente urbano- era mucho más corriente en los hombres que en las mujeres, y entre éstas, sólo en raras ocasiones, más en la clase baja que en la media y alta, donde prácticamente no existen. Tanto en uno como en otro está muy mal visto por la sociedad, considerándolo todavía más deplorable si es la mujer quien lo comete; sin embargo en el caso del hombre, sobre todo si procede de familia pudiente, es más fácil disculparlo.
Una de las costumbres más crueles que se recuerdan, y que sobrepasa el concepto general que se tiene de la clásica gamberrada, eran las mariquillas, nombre con el que se conoce en Alburquerque a las cencerradas. Esta despiadada tradición venía a cuento por varias razones: cuando el hombre contraía matrimonio con una mujer que tenía muchas habladurías o malas voces por el pueblo; si uno de los cónyuges, o los dos a la vez, eran viejos, o viudos; a aquellas parejas que se separaban y volvía a juntarse; a los que carecían de padre o de madre reconocidos, sobre todo si el perjudicado era la mujer, etc. Habrá quien piense que no vale la pena dedicar unas líneas a tan salvaje costumbre, pero precisamente porque también forman parte de nuestra historia, conviene recogerlo para que nos avergüence por tan tamaña barbarie.
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