AURELIANO SÁINZ
Cuando yo era pequeño, si no recuerdo mal, en el pueblo vivíamos algo más de doce mil vecinos, una cifra que duplicaba ampliamente a la población con la que cuenta Alburquerque en la actualidad. Pero esta pérdida de población no es un tema que afecte solamente a nuestro pueblo, sino que es algo generalizado en gran parte del país, puesto que, especialmente, las décadas de los sesenta y setenta del siglo pasado fueron de un desplazamiento o éxodo masivo a distintas zonas de España por razones de trabajo.
De este modo, ahora podemos hablar de alburquerqueños residentes en el pueblo y de quienes vivimos fuera de él, pues creo que hay una parte relevante esparcida por el territorio nacional.
También, pienso, relacionado con nuestro lugar de origen, que en más de una ocasión nos hayamos visto, unos y otros, en la necesidad de explicar, por distintas razones, dónde se encuentra Alburquerque; quizás, más los que estamos alejados de la geografía extremeña, ya que quienes residen en Extremadura tienen, con mayor o menor claridad, un conocimiento de nuestro pueblo.
“¿Dónde está Alburquerque?”, fue una pregunta que me solían hacer los compañeros del primer curso de Arquitectura cuando comencé a estudiar en Sevilla.
He de apuntar que por aquellos años no había universidades en Extremadura. Por otro lado, yo era el único de la clase que provenía de esta tierra tan ‘extrema’ y tan ‘dura’, como dicen sus palabras de origen, pero también tan hermosa, tan noble y tan querida por quienes sentimos que nuestras raíces se encuentran en esa esquina que se eleva en la parte izquierda del mapa de la provincia de Badajoz.
Mis elementos de referencias para aclarar y darle sentido a esa pregunta, cómo no, eran los castillos que poblaban la villa y sus entornos, especialmente el majestuoso Castillo de Luna, el mismo que siempre me ha emocionado cuando, regresando al pueblo y alcanzando la parte más elevada del Puerto de los Conejeros, casi sin esperarlo, se nos aparecía la espléndida imagen de un inmenso valle cuyas vistas quedan cercadas por las sierras que se extienden a la mirada del visitante que acude por primera vez, o aquellas que emergían de nuestro interior, mientras nos aproximábamos, evocando las calles y plazas que fueron los territorios de juegos de nuestra infancia y adolescencia.
“Alburquerque se encuentra en la provincia de Badajoz, cerca de la frontera con Portugal, y casi equidistante entre esa ciudad y la de Cáceres”, solía responder a quienes me preguntaban por la forma de llegar al pueblo. También les añadía que no se encontraba cerca de alguna ruta principal, por lo que había que ir expresamente a conocerlo. “De todos modos, si vais a visitar Extremadura, merece la pena acercaros a Alburquerque, ya que, con toda seguridad, no os arrepentiréis”, era la frase con la que solía cerrar esta conversación.
En otras ocasiones, me interrogaban por la población que tenía Alburquerque, dado que se sorprendían de las imágenes que yo les mostraba del pueblo y la cifra que, entrados en el nuevo milenio, se obtenía por distintos medios. Por mi parte, les aclaraba que esa corta cifra puede engañar, puesto que la extensión de la localidad es muy grande, dado que las casas unifamiliares predominan en su perímetro urbano.
Esto lo pudieron comprobar los amigos que acudieron conmigo para ver por entonces el pueblo. Eran años en los que nos hospedábamos en Las Alcabalas, ese pequeño hotel tan familiar y acogedor que regentaban Margarita y Emilio, dos entrañables personas que hacían verdaderamente gratos nuestros días de descanso y disfrute.
Han sido muchos los años de acercamiento al pueblo. Son muchas las historias que han transcurrido. También, todos lo sabemos, los numerosos vaivenes que ha sufrido. Quizás, en mis recuerdos y nostalgias, siempre quedará la herida de Las Laderas, como el territorio, o pequeño paraíso de la infancia y juventud, que fue vilmente destruido.
Por otro lado, ya sabemos que en las últimas fechas el nombre de Alburquerque ha sonado ampliamente en los medios de comunicación por un tema judicial, irracional e incomprensible, y que a mí me ha costado bastante explicar a quienes relacionaban al pueblo con esa medida absurda y sin precedentes.
Pero ya siento -sentimos- que el pueblo empieza a salir de las brumas que lo habían envuelto en los últimos lustros, por lo que cuando me vuelvan a preguntar: “¿Dónde está Alburquerque?”, volveré a hablarles ilusionado de su Castillo, o del de Azagala o del de Piedrabuena, de la historia de don Álvaro de Luna, de Luis Landero, del Festival Medieval, de la revista Azagala, de su naturaleza y los espléndidos campos que rodean a la villa, de su gastronomía… notando que el renacer de Alburquerque comienza a ser una realidad, gracias a todos aquellos que no se han dado por vencidos y, sobreponiéndose al desánimo, se han empeñado en que vuelva a tener esa fuerza, ese vigor, ese grato aliento que siempre ejercía sobre todos nosotros.
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Que bien lo describes!, un saludo Aureliano.