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VIDA Y OBRAS DE ELENA FORTÚN (16). Indignación por las diferencias de clase, Barcelona y Carmen Laforet

ELÍSABETH GARCÍA ROMÁN

-Sueños de soledad. Barcelona 1950-1951

De regreso a Barcelona se sintió bien. Allí no conocía a nadie, ni nadie la conocía a ella. Algo así como si empezase a vivir sus últimos años sin recuerdos amargos. Como si volviera a nacer… pero vieja. Paseaba sola, iba al cine sola, y el regusto de esa soledad le era más amable cada día.

   Aguilar le mandó un nuevo contrato para que lo estudiara. Entre las novedades decía que el editor podría hacer un cinco por ciento más de ejemplares de los que le liquidaran a la autora. Encarna lo pensó mucho, pero acabó firmando el contrato, que era sin limitación de tiempo. Sabía que era hipotecar su obra para toda la vida, pero intuía que no le quedaba mucho por vivir.

   Recibió carta de Mercedes desde Tenerife para decirle que se casaba su hijo Félix, por quien Encarna sintió una ternura especial cuanto solo era un niño porque fue el inspirador de Cuchifritín, el hermano de Celia.

   En cuanto a su salud, estaba tan bien que ya ni siquiera sabía si tenía estómago y podía comer casi de todo.

   Y a veces se indignaba con España: Cuando salía de la iglesia todas las mañanas eran cerca de las nueve, hora de entrada en los colegios, y veía los grupos de niñas, todas con sus carteras o libros al brazo. Unas iban pobremente vestidas, con sus vestiditos muy remendados, mientras otras iban muy elegantes vestidas de lana azul marino con cuellecito blanca. Estas eran las ricas. Las monjas eran las que educaban a todas las niñas y en los colegios de religiosas se hacía el bachillerato porque estaba mal visto asistir a los institutos, donde ya no se hacía separación entre chicos y chicas. Los colegios nacionales, donde iban los pobres, seguían siendo los barracones inmundos que fueron siempre. Y había algo peor: las monjas que educaban a las niñas de clase media tenían además una escuela aneja para educar a las pobres. Esas injusticias sociales la llenaban de rabia.

   Pero Barcelona era mucho más tradicionalista que Madrid, y eso le gustaba. Entre otras cosas, los domingos se hacía una comida especial y la gente se vestía de domingo desde por la mañana. Además, le gustaba la casa, que era un verdadero hogar, donde a mediodía olía a sopa bien hecha y por las tardes sonaba el piano hasta el anochecer. Para Encarna todo era ahora como cuando era una niña y se sentía en aquella casa completamente infantil. A veces se quedaba en su cuarto con los ojos cerrados, oyendo los pregones de la calle y los ruidos de la casa: la muchacha que tarareaba fregando los platos, la máquina de coser allá lejos… y todo el pasado se le convertía en un puente oscuro que cruzaba sobre su juventud destartalada y una madurez pasional, y sólo quedaban en la luz su infancia y lo días de la vejez.

   Mientras tanto, el éxito de sus tres libros fue extraordinario. En Barcelona se habían recibido dos remesas fuertes y se acabaron enseguida. Fue preciso retrasar el día de su firma en la Exposición del Libro por falta de ejemplares.

   Encarna trabó amistad con una joven universitaria, hasta entonces desconocida, que ganó el Premio Nadal con su novela Nada (1997, Barcelona, Ediciones Destino). Se trataba de Carmen Laforet, que era una admiradora de Elena Fortún y de su obra. Desde que se conocieron, Carmen no dejó de escribirle comunicándole sus ideas y pidiéndole consejos. En los últimos días de la enfermedad de Encarna, Carmen la escribía al sanatorio unas cartas tan cariñosas que hacían llorar a la enferma, tan grave que no las podía contestar.

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