EUGENIO LÓPEZ CANO
Impasiblemente, o peor aún, a la chita callando, el caso es que al final, sin que nadie le hubiera puesto remedio, ni siquiera la molestia al menos de inventariarlo, nuestro patrimonio, en este caso arquitectónico y monumental religioso –algún día hablaremos de lo artístico y su expoliación- han ido desapareciendo poco a poco, incluso delante de nuestros propios ojos ante el silencio cómplice de un pueblo, llámese creyente, impío, o escéptico, que igual da.
Desconozco el porqué de este desatino, ni tampoco alcanzo a comprenderlo después de tantos años de estudio (¿quizá la falta de sensibilidad? ¿carencia de fe? ¿indiferencia que hemos dejado que se aloje en nuestro interior sin esforzarnos siquiera en desecharla? ¿quizás un cúmulo de todo ello?). Por más que en los últimos treinta años haya intentado acercarme a la idiosincrasia de nuestro pueblo, todavía, a juzgar por su comportamiento, me cuesta comprenderlo. A lo mejor, por qué no, la culpa radique en la incompetencia sempiterna de quienes nos han gobernado, de quienes nos educaron en éste y en otros tiempos, o mejor quizás a la innata indolencia que históricamente padecemos, de ahí que nuestros valores personales y culturales se hayan ido degradando hasta tal punto que cualquier parecido con la realidad sea pura coincidencia, llámese social, política o religiosa.

Sin ir más lejos, porque no es necesario, en lo que respecta a la arquitectura religiosa, casi a la vuelta de la esquina como aquel que dice, de las trece ermitas que dentro del caserío existían en Alburquerque a finales del siglo XVIII ninguna pertenece a la Iglesia, y sí, gracias a Dios –espero que perdonéis la ironía- a distintos particulares que en su mayoría han sabido conservarlas como en los casos de San Andrés, La Soledad, San José, El Rosario y parte de San Antón, no así la de Santa Ana, convertida en estercolero de cerdos y gallinas, propiedad para más inri de la Iglesia, o lo que es lo mismo, de todos los creyentes, obligados como estamos a conservarla, o al menos a darle un destino lo más digno posible, en cuyos muros albergó, según nos educaron, nada más y nada menos que Dios y el Espíritu Santo.
A ellas había que añadirles los conventos de San Francisco y los de Ntra Sra de la Encarnación, incluida su iglesia (todavía en pie) así como la basílica de Nuestro Señor del Castillo, dentro de la fortaleza, también llamada de Ntra Sra de las Reliquias. Por cierto, tenemos la ermita de Ntra Sra de la Soledad convertida en restaurante, eso sí decorosamente conservada. Lo mejor de esta última es que al menos se respetó su estructura y hoy, también gracias a Dios, podemos disfrutarla en todo su esplendor.

Por último, si nos trasladásemos al extrarradio, fruto igualmente del desamparo, nos seguiríamos encontrando con la iglesia de Los Santiagos (en ruinas) y las ermitas, ya desaparecidas, de Ntra Sra de la Zarza, San Albín, Santa Lucía, San Lázaro, El Salvador, San Blas (solo se mantiene en pie una de sus capillas), Ntra Sra de Benavente (ambas convertidas en establo y pajar), San Bartolomé, San Juan de las Cortes, Santa Leocadia, El Socorro y San Isidro,
Todo un expolio monumental y artístico de extraordinarias proporciones llevado a cabo ante nuestros propios ojos, con el silencio copartícipe de todos y cada uno de nosotros, vecinos, católicos, educadores, políticos y religiosos. Podemos achacarlo, si queremos, a las distintas desamortizaciones a las que estuvimos expuestos, con o sin razón, o también si nos parece a las necesidades de la propia Iglesia que en su momento, ante la lasitud de los fieles, se viera obligada a desprenderse de parte de su patrimonio por imposibilidad de mantenerlo, o por necesidad de invertir el importe de la operación en mejoras de otros templos, pero lo que no es admisible es que nos escondamos detrás de la ignorancia para eludir la responsabilidad que nos incumbe, o lo que es peor la falta de compromiso de las autoridades y de los propios fieles por el patrimonio religioso que un día, ya lejano, nos fuera legado. De más sabemos, puesto que lo hemos referido infinidad de veces, que todos y cada uno de nosotros, creyentes o no, somos meros depositarios de dichos bienes y por tanto administradores y responsables de nuestro patrimonio. Lo demás son disculpas que no nos llevan a ninguna parte.

Comprendemos hasta cierto punto que es imposible, eso sí, atender las necesidades de todos los templos que cada una de las generaciones ha recibido. Pero también es verdad que algunos, o al menos ciertas obras artísticas, podrían haberse preservado si el Ayuntamiento en este caso hubiera sido consciente de su valor para destinarlos, por ejemplo, a un museo devocionario, o a distintas actividades culturales, ya fuera para salón de actos, sala de exposiciones, a una Escuela de Bellas Artes, para el archivo histórico, etc., etc.
En el caso de la ermita de Santa Ana y su parcela adyacente, a cuyo espacio se trasladó en su día la iglesia de Ntra Sra de la Misericordia, ubicada junto a la Puerta de Valencia, y de allí al Hospital de Ntra Sra de la O, se me ocurre que, en recuerdo de los fines benéficos de dicha Cofradía, hubiera sido un lugar adecuado para, con la ayuda de los vecinos, destinarlas a asociaciones de corte social como Caritas, Cruz Roja, del Cáncer, etc.

No obstante no me cabe duda de que al menos parte de este patrimonio se habría conservado de existir una verdadera concienciación de nuestra historia. ¿Responsables? Todos, o si se me apura, casi todos, ya sea por activa o pasiva. No es que en muchos casos –que también- falten instrumentos que impidan las agresiones a las que está expuesto, si no que, como digo, y repito, falta ese impulso colectivo necesario para impedir que el abandono que nace de la indiferencia y el posterior deterioro por el paso del tiempo degraden aún más el patrimonio de un pueblo, del que, no se nos olvide, cada uno de nosotros somos –jamás me cansaré de repetirlo- meros depositarios y por tanto responsables de su conservación para transmitirlos lo mejor posible a nuestros descendientes, no sea que, al igual que hacemos ahora, después de igual forma otros nos reclamen lo que tampoco para ellos supimos conservar.
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PORTADA: Iglesia de los Santiagos.
FOTO 2: Iglesia de Benavente.
FOTO 3: Convento de San Francisco.
FOTO 4: Ermita del Rosario.
FOTO 5: Ermita de Carrión.
FOTO 6: Iglesia de los Santiagos.
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