viernes, abril 18, 2025
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TRADICIONES Y COSTUMBRES POPULARES. El noviazgo (II): la declaración de amor

EUGENIO LÓPEZ CANO

Antes del noviazgo, el pretendiente tenía que pasar por una serie de fases sociales, digamos, de introducción. La primera era la aceptación por el grupo de amigas de la chica elegida, ya que éstas, con el permiso de la interesada, se consideraban interlocutoras de la misma. En este caso, y de principio, la mujer nunca se colocaba durante el paseo en uno de los extremos sino que era arropada por el resto, colocándose en medio en un intento de protección.

  Durante esta fase, e incluso después, los futuros novios tenían una serie de claves o contraseñas con las que jugaban a contestarse, o a declararse su amor, o a mandarse requiebros, a través del humo del cigarrillo en el rostro de la mujer que significaba «te quiero», o el soplo de una cerilla mirándole a los ojos que se tornaba en un beso en silencio, o la adopción de diferentes formas con el abanico por parte de la mujer con diversos sentidos amorosos, según estuviera cerrado, abierto o semiabierto sobre el pecho, o tapándose la cara menos los ojos, según se abanicara suave o fuerte sobre el pecho, o suspendido en el aire…, gestos todos ellos que podían significar un «a mí también me gustas», un «te amo», un «luego nos veremos», un «beso»… 

  Después de un tiempo prudencial, el grupo, de común acuerdo, permitía que la chica se fuera aproximando hacia un extremo como señal inequívoca de aceptación del joven. El siguiente paso era colocar la pareja delante de las amigas hasta que, llegado el momento, los amantes deciden separarse del grupo y pasear juntos, aunque nunca solos, puesto que siempre iban acompañados de la amiga más íntima, o de un familiar que solía ser una tía o prima mayor, a las que se les conocía popularmente por el nombre de carabina o escopeta, cuyo cometido era velar constantemente por la moralidad de la pareja. La picaresca en este sentido estaba a la órden del día ya que los novios recurrían a mil tretas para eludir la vigilancia, y así robarse un beso o una caricia, ignorando que a veces la comprensiva carabina colaboraba distraídamente en el engaño.

  A partir de la segunda mitad del siglo pasado, cuando se les consistían salir juntos a pasear, sin amigas ni carabinas, aunque eso sí a la vista de los demás por el qué dirán, entonces a lo largo de la avda Aurelio Cabrera, sólo se les «permitían» llegar hasta las escaleras del Dispensario, hoy Juzgado de Paz. Si traspasaban repetidamente esta línea imaginaria se presumía que habían adquirido un compromiso más o menos formal, y si por el contrario se excedían un poco más allá, en los aledaños de las Escaleras del Patíbulo, era señal inequívoca de que ya se les podían considerar novios.

  Existían varias formas de declaración amorosa: personalmente, durante algún acto público como en el baile o la romería, o a través de una epístola que le hacía llegar algún amigo o familiar, por lo común una prima suya o del pretendiente. Cuando esto ocurría, antes de que trascendiera más de la cuenta, y llegara a oídos de la familia por otras personas, la chica se lo comunicaba inmediatamente a su madre, y si los padres daban el visto bueno a la relación, autorizaban a la hija a que se vieran y se trataran, sin problemas. Había veces que los amantes se saltaban estas reglas sociales a la torera, sobre todo cuando no se tenía consentimiento de la familia. Llegado a este punto el amor se vivía a escondidas, eligiendo algún lugar para verse como la fuente, el paseo o la iglesia, o la casa de una amiga o familiar, alternando las visitas clandestinas con mensajes que los amigos y familiares más jóvenes por lo común se encargaban de hacérselos llegar.

  Otra forma de declararse, o simplemente de agradar u obsequiar a la novia, amiga o chica que se pretendía, eran las serenatas o rondas de noche al pie de la ventana o balcón, costeadas por el pretendiente de turno. Este hermoso detalle, ya desaparecido, tenía lugar en distintas fechas del año, destacando por lo especial el día de la talla de los quintos y a la salida del baile, e incluso antes, amenizadas por la misma orquesta compuesta por miembros de la Banda Municipal de Música, quienes de este modo engordaban la bolsa con unos cuartos más.

  Por parte de los padres de la novia se miraba preferentemente que el novio fuera de buena familia, educado y trabajador, y a ser posible con bienes de fortuna o disfrutando de un puesto fijo y bien remunerado. Por lo general solían casarse con los de su misma clase. Todavía hoy se tiende a lo mismo, aunque menos. La edad ideal para la mujer estaba entre los 20 y 25 años; en cambio en el hombre, sin que fuera un impedimento, se procuraba no obstante que fuera un poco más mayor que ella.

  Los novios, cuando podían permitírselo, solían intercambiarse regalos en fechas muy señaladas como ferias, navidades, el Día de los Santos, el Día del Bollo… El costo del mismo variaba según los medios económicos de los que disponían. Los hombres con más poder adquisitivo regalaban, por ejemplo, joyas, relojes…, y las mujeres, pitilleras, carteras… En las clases menos pudientes, los hombres las obsequiaban con colonias, pañuelos del cuello…, y la mujer le correspondía con corbatas, pañuelos bordados para la chaqueta…

  Cuando de noche iban de recogida, después del paseo, el pretendiente la acompañaba hasta su casa, a una distancia prudencial de la misma. A medida que transcurría el tiempo, iba aproximándose cada vez más al domicilio, y cuando la relación era consentida por los padres, los novios, siempre vigilados estratégicamente por un familiar, a la vez que por los vecinos más próximos parapetados tras los visillos y persianas, se ponían a hablar todas las noches en la puerta o en la reja de la fachada principal, acto que se conoce por pelar la pava. Cuando la luz de la calle consistía en unas bombillas que apenas iluminaban más allá del pequeño círculo que proyectaba, había novios que las apedreaban hasta conseguir que la penumbra se aliara con ellos. Y aún cuando ellos mismos no lo hicieran, el hecho de que la pareja tuviera la «suerte» de cara, siempre había quien en buena lógica pensaba lo contrario.

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PORTADA: Pablo Bozas y Gregoria de Amaya, el día del Bollo, en la Cruz de San Blas.

FOTO 2:. La reja o la puerta de la calle representaban para la pareja -acto que se conoce por pelar la pava- el beneplácito de dicha relación por parte de los padres de la novia, un salvoconducto que les permitía alargar la despedida, lejos de las habladurías de vecinos y transeúntes (Autor: desconocido. Año: alrededor de 1930. Cedida por Julián Cano Izquierdo)

FOTO 3: Alejandro Pocostales y Pura Llarena.

FOTO 4: Rafael Becerra y Anita Dosal

FOTO 5: Agustina González y Francisco Rodríguez.

FOTO 6: Manolo Maldonado y Juana Maya. En el bar de Sixto.

FOTO 7: Lázaro Rubiales y Kika Robles.

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