sábado, diciembre 14, 2024
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CARTA A AURELIANO: ¡Esto es España!

JUAN ÁNGEL SANTOS

Veo maestro Aureliano que, esta vez, se mete de lleno en el ágora pública y extrae de las portadas de diarios y de las asambleas de tertulianos, temas de la más fresca actualidad y candente controversia: La pandemia que no cesa, la monarquía que escandaliza y el “ser” español que fluye corriente abajo en busca de un mar donde reposar.

Si algo nos ha enseñado este virus, es que la responsabilidad es una virtud que crece en primavera cuando se la riega con miedo e incertidumbre y que, en verano, tiende a secarse a medida que brota la confianza y se esparce por los campos la insensatez. El reproche es siempre una buena excusa para escapar del estío. Primero se culpa al gobernante, después se culpa al científico, más tarde se acusa a la noche, o al que viene de fuera, al joven imberbe o al pariente cariñoso, al cuñado despistado o a la mujer del vecino…cualquiera puede ser responsable y cualquiera puede ser imprudente. Al final todos andamos bajo sospecha y vigilancia.

El rebrote era y es algo previsible, anunciado y casi inevitable. Sería esta la única pandemia en la historia de la humanidad que no hubiera estado seguida de no uno, sino de numerosos y periódicos rebrotes posteriores. La peste bubónica se mantuvo en Europa desde 1348 hasta 1720 con constantes y mortíferas visitas. En sus orígenes, a falta de mayor entendimiento y abrumados por un exceso de fanatismo religioso, el europeo cargó el delito sobre el judío sin pararse a oler sus pestilentes posaderas y la montaña de inmundicia sobre la que había erigido su imperio. Después de tantas oraciones, misas, golpes de pecho y procesiones de flagelantes, persecución y represión de minorías, el origen del mal no tenía nada de satánico, y sencillamente se debió a una combinación natural entre una rata, una pulga y un humano como si de una fábula de Esopo se tratara.

En descargo de nuestra juventud es justo decir que, a los jóvenes de entonces, como a los de ahora, les gustaba juntarse y arremolinarse. Sirva de ejemplo la lectura de “El Decameron” de Giovanni Boccaccio, publicado en 1352, una obra  que luego adaptaría al cine el polifacético Pier Paolo Pasolini en 1971, y en la que siete chicas y tres chicos, todos jóvenes, con posibles y conocidos entre sí, deciden dejar la ciudad de Florencia huyendo de la peste negra  y alojarse en una finquita rústica durante un par de semanas para contar historias de amor…que cada cual extraiga lo que convenga: responsabilidad social, confinamiento colectivo, el club de los poetas muertos, un botellón medieval o una fiesta ibicenca.

“Juntos, pero no revueltos”, podría haber sido el título de este artículo o el eslogan del Ministerio de Sanidad tras el levantamiento del estado de alarma. También el lema que debería aparecer en el escudo de armas de las casas de Austria y Borbón. Nuestros egregios monarcas han sido muy dados a aparearse entre sí, muy endogámicos, dando como resultado vástagos con trastornos mentales varios, llegando al éxtasis con Carlos II “el hechizado”. Su cuerpo es tan débil como su mente. De vez en cuando da señales de inteligencia…” dirá de él el nuncio papal. Los Borbones no mejoraron la senda de los Austrias, tampoco su inteligencia, al contrario, añadieron más “vicios” y costumbres, entre ellos el gusto desmedido por la fiesta y el sexo de Isabel II, y que heredó de su padre Fernando VII, el rey “felón”, llegando al desengaño provocado por las largas manos, en la alcoba y en la hucha, del rey emérito.

Salvo contadísimas excepciones (Fernando VI, Carlos III y poco más), la monarquía ha sido una rémora, un lastre para la historia de España. A sus problemas mentales se unen su ambición, su ociosidad, sus vicios y su escaso interés por los problemas reales de España. Si durante un tiempo fui Juancarlista me equivoqué o, peor aún, hicieron que nos equivocáramos con un proteccionismo y una cautela no dispensada a ninguna otra institución ni persona del reino. El anacronismo de la monarquía española en el marco constitucional, su carácter hereditario en el ámbito de una democracia moderna y su prevalencia e inviolabilidad en un pretendido espacio de igualdad, asociado todo ello a la indecorosa ausencia de ejemplaridad y decencia, obligan a una sosegada revisión del papel de esta institución en el futuro de España. No por modernidad, simplemente por coherencia y honradez.

Dice Pérez Reverte en la novela “Un día de cólera” que, “Para el pueblo español, acostumbrado a la obediencia ciega a la Religión y la Monarquía, un título nobiliario, una sotana o un uniforme son la única referencia posible en momentos de crisis.”

Y es cierto que la imagen de los españoles, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, no ha sido, tradicionalmente, positiva. En 1629, el padre Benito Peñalosa se refiere a los españoles como “gente de excesos que conducían a la ruina del país” y entre nuestros defectos resalta el fanatismo religioso, la fanfarronería y afición a las armas, actitud de desprecio hacia los “inferiores” y hacia las ocupaciones manuales, la ostentación y el despilfarro. Lucas Mallada en 1890 hablará de la “flojedad de espíritu”, Ricardo Macía Picavea se referirá al “predominio de la pasión sobre la voluntad”, Rafael Altamira citará “la poca estima de lo propio y la falta endémica de interés común” y Joaquín Costa en 1906 sentenciará “Hemos caído por una causa permanente (…) porque carecíamos de condiciones para caminar al paso de los demás”. Desde el exterior Montesquieu en sus “Cartas Persas” dirá de nosotros que “nos gusta cantar y bailar”, que somos vagos por razón del clima y fanáticos por la tradición religiosa. Más benévolos serán los viajeros románticos del XIX, que verán en nosotros “un ser ardiente, apasionado y espontáneo”, culpando de nuestros defectos a los negligentes gobernantes que nos tocaron en suerte. “España, el bello país del vino y las canciones” dirá Goethe.

En la actualidad las cosas han cambiado, aunque se mantienen ciertos prejuicios tanto fuera como dentro. Cierto es que resaltar los defectos de los españoles resulta más nutritivo que elogiar nuestras virtudes. Al fin y al cabo, nosotros mismos nos bastamos para quebrar nuestra ya deteriorada imagen. La pandemia que no cesa, la monarquía que escandaliza y el “ser” español que fluye corriente abajo en busca de un mar donde reposar. Así somos, inconscientes y aventureros, pícaros y generosos, festivos y perseverantes, orgullosos y cordiales, creyentes y herejes, ociosos y guerreros…Si Leónidas el espartano hubiera nacido en Cádiz hubiera gritado “Esto es España” y hubiera defendido hasta la muerte nuestra identidad.

A pesar de los pesares Aureliano, a pesar de la pandemia, de la monarquía y de nuestro propio carácter, como dijo Unamuno poco antes de morir, “¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se salvará porque tiene que salvarse!”

 

CARTA A JUAN ÁNGEL

AURELIANO SÁINZ

Estaba seguro, amigo Juan Ángel, que en esta ocasión disfrutarías con el tema, puesto que el que yo hubiera comenzado un artículo con un par de monarcas como son Carlos I y su hijo Felipe II, y continuara con una breve reflexión sobre el rey emérito y su hijo Felipe VI, darían pie a que te explayaras, sin cortarte ni un pelo, pues sobre la historia de nuestro país estás más que puesto.

Por mi parte, como has visto, me suelo apoyar en algún cuadro historicista para hilvanar un argumento que puede llegar, como es en este caso, hasta la pandemia actual y a la grave irresponsabilidad de padres, docentes y estudiantes de un colegio privado que no quisieron enterarse de que todo el mundo estamos sometidos a un coronavirus que se resiste a ser dominado.

En tu comentario, has realizado un conjunto de referencias de distintos autores a nuestra idiosincrasia. La que me ha hecho mucha gracia es la del francés Montesquieu, el autor de El espíritu de las leyes, cuando dice de nosotros que “nos gusta cantar y bailar”.

¡Pues qué bien que cantemos y bailemos en este ‘valle de lágrimas’! Y si a ello le añadimos que en nuestra tierra se producen los mejores vinos del planeta (por favor, que no se me subleven los portugueses, ni los franceses, ni los italianos), echando mucha imaginación, yo les habría sugerido a los literatos clásicos que el Olimpo de los dioses griegos y romanos lo hubieran situado en Hispania. Recordemos que aquellos dioses, aparte de ser eternos, se lo pasaban la mar de bien, dando rienda suelta a sus pasiones sin que nadie les juzgara. Y algo de eso algo hemos heredado los españoles.

Sin embargo, una de las cosas que lamento de nosotros los hispanos es el escaso o nulo interés que mostramos por nuestro Patrimonio. Esto hace tiempo que lo comprobé, cuando visitando países europeos, especialmente Suiza que me lo conozco muy bien, empezaba a ser consciente de la enorme diferencia que existe entre ellos y nosotros en esta cuestión.

Por ejemplo, ¿es acaso comprensible que la mejor fortaleza cristiano-medieval de Extremadura como es el Castillo de Luna no se le preste ninguna atención? Esto sería incomprensible en países como Francia, Bélgica, Alemania o Suiza. Pero, bueno, no nos queda más remedio que seguir bregando sobre el tema.

Y si pasamos a la no muy numerosa lista de reyes españoles (contando a partir de los Austrias), compruebo que solo salvas a dos monarcas: Fernando VI y Carlos III. ¡Tú sabrás por qué! Leyéndote, me da la impresión de que a los monárquicos incondicionales no le vas a caer muy bien: ya sabes que eso de pasar de súbdito o ciudadano no es nada fácil.

En este último comentario tuyo, me ha alegrado mucho contemplar la obra Rocroi. El último tercio, de Augusto Ferrer-Dalmau, pintor nacido en Barcelona en 1964, y que la acabó recientemente en 2011. Reconozco que desconocía tanto este lienzo como a su autor. Técnicamente, trae ciertos recuerdos a La rendición de Breda o Las lanzas de Velázquez. Ni que decir tiene que el hecho de que a un pintor actual se le pueda destacar ciertas similitudes con uno de los mejores de la historia del arte no deja de ser un gran elogio.

Voy concluyendo. Cierras tu magnífico escrito, cargado de bellas metáforas, con una tautología (España se salvará porque tiene que salvarse) que se la atribuyes a Unamuno. Sin embargo, yo creo que España se salvará porque somos muy cabezotas: repasa nuestra Historia y verás que hasta fuimos los protagonistas de uno de los grandes imperios y que nuestra lengua (si exceptuamos el chino mandarín, que se habla en gran parte de ese extenso país) es el primer idioma nativo, es decir, no aprendido, del mundo. ¡Por algo será!

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Portada: Rocroi, el último tercio. Obra de Augusto Ferrer Dalmau. 2011

Foto 2: El Decameron. Franz Xaver Winterhalter. 1837

Foto 3: La familia de Carlos IV. Francisco de Goya. 1800-1801

 

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