Por AURELIANO SÁINZ
A medida que caminamos por el sendero de la vida vamos dejando huellas que forman parte de nuestra memoria personal, que es también colectiva, pues, en ocasiones, las vivencias son compartidas con los amigos o los compañeros que en distintas etapas de nuestra existencia hemos podido encontrar, voluntaria o accidentalmente.
Esas huellas son los recuerdos con los que escribimos en un libro invisible cuyas páginas van aumentando a medida que crecemos, a medida que nos enfrentamos a una realidad cada vez más compleja. Ese libro está marcado por los distintos capítulos o etapas que vamos atravesando, de modo que algunas tienen una significación muy especial.
Una etapa que nos marca en profundidad es aquella en la que comienzan a formarse los grupos de amigos y que suele coincidir con la finalización de los estudios de Primaria y los inicios de Secundaria. Tiene tanta relevancia que el psicólogo estadounidense de origen austríaco, Viktor Lowenfeld, en el estudio evolutivo del arte infantil denominó a esta edad como el comienzo del realismo o la edad de la pandilla.
En su obra Desarrollo de la capacidad intelectual y creativa escribía lo siguiente: “Una de las características destacadas de esta edad es que los niños descubren que son miembros de la sociedad, una sociedad de iguales. Durante este período, ellos ponen los cimientos para la capacidad de trabajar en grupos y de cooperar en la vida adulta. Los descubrimientos de tener intereses similares, de compartir secretos, del placer en hacer cosas juntos son todos fundamentales”. Más adelante continúa diciéndonos: “La palabra pandilla ha llegado a tener connotaciones negativas en nuestra sociedad actual, pero, para nosotros, vista desde la edad adulta, poseemos recuerdos gratos del grupo de amigos que por entonces teníamos”.
Desde la distancia que dan los años, parece casi una ley universal el hecho de que, cuando hemos alcanzado o superado el ecuador de nuestras vidas, esa etapa adquiere un brillo especial y el recuerdo de los amigos que por entonces tuvimos se tiñe de una cierta nostalgia al evocar una edad en la que todavía no habíamos entrado en ‘el realismo de la vida’, por lo que los sueños, las ilusiones y las fantasías estaban en plena efervescencia.
Lo que acabo de expresar tiene relación con un hecho inesperado que me hizo retroceder mentalmente décadas atrás. Fue hace unas semanas, cuando recibí un correo de Franci, un amigo de la infancia de mi hijo Abel. En el escrito, inicialmente se presenta, dándome su nombre completo (Francisco Manuel Urbano) y preguntándome si yo le recordaba.
Tras la presentación, me pregunta por mi hijo, al tiempo que me comenta que él formaba parte del grupo de amigos que estudiaban en el colegio público Gran Capitán y en el que Abel también estaba. Por otro lado, me remarca, que no se le olvidaban aquellos viernes en los que, una vez terminadas las clases, yo los llevaba, en mi antiguo coche de la marca Talbot Horizon de color verde oliva, al terreno que se encontraba junto al campo de fútbol para echar unos partidillos entre los dos grupos en los que nos dividíamos.
Días maravillosos para ellos. También para mí, que disfrutaba como portero o defensa (no debía abusar de mi estatura), ya que fueron los últimos pequeños partidos en los que, debido a la edad, podía participar. Juego y deporte que siempre me había apasionado desde la infancia, por lo que me produjo tristeza abandonarlo para pasar a ser mero espectador.
“¡Claro que me acuerdo de ti, pues en la caja de las antiguas fotografías se encuentran algunas de las que os hice y que siempre las he mirado con detenimiento cuando la abría para encontrar alguna que buscaba!”, le manifesté, sabiendo que la imagen que yo guardaba de él se correspondía a la que tenía siendo un chico que estudiaba en uno de los cursos finales de la extinta EGB.
También en esa última búsqueda en la caja de las fotos antiguas me encuentro con la única fotografía en la que aparezco formando parte de un equipo de fútbol, mi gran pasión en aquellos años de la preadolescencia. Ahí me encuentro con los compañeros del colegio de los Maristas de Badajoz, agachado y con un punto azul en la mano izquierda hecho con un bolígrafo (me imagino que quien lo hizo fue para señalarme dentro del grupo).
Tengo que apuntar que uno de los maravillosos recuerdos de la infancia es aquel en los me iba con mis amigos de Alburquerque a la Dehesa a jugar los inacabables partidos, pues se terminaban cuando quedábamos extenuados de tanto correr. Más tarde, estos pequeños encuentros los haríamos en el campo de fútbol. Desgraciadamente, no conservo ninguna foto de aquellos partidos; no obstante, esas evocaciones permanecen de modo inalterable en mi memoria.
Volviendo a la siguiente generación, es decir, a la de mi hijo Abel, ahí lo veo en la foto con sus amigos, los mismos con los que yo jugaba. Él aparece agachado y sosteniendo el balón. Miro ambas fotografías y me da la sensación de que las aficiones de una generación se han traspasado a la siguiente, como si fueran experiencias vitales que ambos hemos tenido en épocas muy distintas.
Dado que han transcurrido muchos años desde que yo los llevaba en el coche a jugar, con el fin de hacerme una idea de cómo es en la actualidad, le pedí a Franci que hiciera el favor de enviarme alguna foto suya reciente. Muy pronto me remitió una en la que se encontraba con su hijo de cinco años.
Días después de este primer contacto, me volvió a escribir indicándome que seguía los artículos que yo publicaba, y dado que le había gustado mucho el titulado Carta a mi nieto Abel al cumplir los dos años, me preguntó si podía escribir uno hablando de aquel tiempo lejano en el que disfrutábamos corriendo detrás de un balón.
Inmediatamente le respondí que sí, que para mí sería un placer recordar aquellas fechas inolvidables, puesto que con el paso del tiempo les perdí la pista de algunos de ellos, ya que habían pasado casi treinta años.
“¡Treinta años! Se dice pronto”, pienso para mí mientras le estoy escribiendo, al tiempo que me detengo delante del teclado y me los imagino en el ecuador sus vidas. Imagino los cambios profundos que se habrán producido, pues aquellos chicos que yo conocí ahora todos son padres. Cada uno de ellos con su propia historia. Historias personales en las que han incorporado una de las decisiones y experiencias más importantes que los seres humanos podemos adoptar: la paternidad. Ahora les toca a ellos la apasionante, compleja y gozosa tarea de encauzar esas nuevas vidas por las intrincadas rutas de la existencia.
Desde aquí, a esos niños hoy convertidos en padres, les deseo todo lo mejor que yo pueda imaginar. Y desde la altura de mis años, me gustaría acudir a las palabras del poeta alemán Jean Paul Richter cuando dijo aquello de que “los buenos recuerdos son el único paraíso del que no podemos ser expulsados”.
Y es que, necesariamente, algunos de los sueños que por entonces anidaban en sus mentes se habrán cumplido; otros, lógicamente, no habrán sido posible. Sin embargo, espero que siempre permanezcan en sus memorias aquellos días inolvidables, y que los recuerden como parte de ese paraíso de la infancia que, a pesar de las duras vicisitudes que puedan encontrar en la actualidad, nunca les serán arrebatados.
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