Por AURELIANO SÁINZ
Uno de los aspectos más interesantes y, sin embargo, más difícil de precisar en la formación de la personalidad es la imagen que cada uno tiene de sí mismo, o lo que en psicología se conoce como autoimagen. Conocerse, saber realmente quién uno es, se muestra como una tarea un tanto compleja e incierta, pues, aunque cada mañana nos veamos en el espejo y nos resulte muy familiar el personaje que aparece frente a nosotros, la realidad es que ya al pisar la calle empiezan a asaltarnos ciertas dudas al vernos rodeados de otros sujetos con características distintas a las nuestras.
Inevitablemente, se hace necesario forjarse una idea de la propia identidad si se desea caminar por la vida con cierta seguridad para afrontar los retos que la existencia nos plantea, al igual que los de la misma sociedad en la que nos ha tocado vivir.
“Conócete a ti mismo” era un aforismo, o breve frase, que estaba inscrito en el pronaos, es decir, en la parte delantera del templo dedicado al dios Apolo en Delfos y que a nosotros nos ha llegado atribuyéndosela a distintos filósofos de la antigüedad griega, de manera especial a Sócrates. Ese aforismo sigue teniendo total validez pasados los siglos, pues quien no se conoce difícilmente puede entender a los demás.
Cada cual tiene que conocerse para saber relacionarse y desenvolverse bien en el mundo complejo en el que nos movemos. Lo más habitual es que nos veamos con cualidades favorables y nos sintamos cargados de razones ante los otros. Nadie quiere imaginarse lleno de incertidumbres, ni de defectos significativos; y, aunque estos se tuvieran, no se desearía que fueran conocidos por el resto de las personas.
Esta necesidad de saber quién es uno mismo se ha ido haciendo cada vez más compleja y difícil de desentrañar, dado que hoy nos movemos en un intrincado mundo en el que lo virtual ha adquirido una importancia desconocida tiempo atrás. A nadie le cabe la menor duda de que en la actualidad nos encontramos en la era de la imagen, y que, en sus diferentes modalidades, se ha hecho omnipresente.
¿Quién no está habitualmente trasteando en Facebook? ¿Quién no tiene su cuenta en Twitter escribiendo con los límites de los 140 caracteres? ¿Quién no posee ese grupo de amigos con los que se conecta frecuentemente a través de WhatsApp? ¿Quién no ha caído en la tentación de hacerse selfies, para después colgarlos y enviarlos por Instagram con la idea de que los vea todo el máximo de gente posible? ¿Qué chico o chica joven no desea ser un youtuber con cientos de miles de visitas…?
Parece ser que la mayor condena en la actual sociedad es que nadie te vea, que no recibas cada equis tiempo el silbido de un mensaje, que no aparezcas en los smartphones de amigos o conocidos, que nadie sepa la música que te gusta, que no te lleguen los vídeos o los memes que circulan por la red y que parecen que se desentienden de ti.
Es urgente, pues, hacerse visible, creer que tenemos cientos de amigos que se interesan por nosotros, imaginar que la fama no es cosa privativa de Messi o Rosalía, sino algo que ahora está al alcance de cualquiera. Para confirmarlo, recordemos a aquel genial e histriónico pintor y creador estadounidense que fue Andy Warhol, quien décadas atrás profetizó que en el futuro (es decir, ahora) todos tendríamos nuestros “15 minutos de fama o de gloria”.
Pues bien, parece que por fin ese vaticinio se ha hecho realidad. Pero hoy no nos bastan esos quince minutos: queremos estar en el candelero, que la gente nos vea, que el público nos conozca, que se hable nosotros.
Sobre este punto, viene bien la frase de un amigo que tiempo atrás me decía: “Los que estáis todo el día leyendo libros no os dais cuenta de que ya nos encontramos en una nueva era, la era de las pantallas, o, dicho de otro modo, en la de Narciso, pues los móviles son como las aguas en las que se miraba continuamente el bello joven de la mitología griega que, enamorado de su propia imagen al contemplarse en las aguas, cayó a las mismas ahogándose para siempre”. Y pienso que, quizás, este amigo tenga bastante razón en lo que decía.
Este ensimismamiento, este estar contemplándose constantemente, esta huida feroz de los momentos de concentración, de soledad y de intimidad tan necesarios para indagar en los propios sentimientos y reflexionar tranquilamente sobre la propia vida, dan lugar a que no solo no sepamos quiénes somos realmente, sino que tampoco conozcamos realmente a quién tenemos a nuestro lado, tal como se muestra en la ilustración del artículo.
Bien es cierto que la forma más inmediata de conectar con los demás es a través de la propia imagen. Nuestro cuerpo se muestra como la primera carta de presentación: habla de nuestra edad, de nuestros rasgos faciales, de nuestro físico, de nuestro estado de salud… Esta es la razón por la que la actual sociedad de la apariencia nos insiste que ofrezcamos una imagen favorable según ciertos estándares, y que la publicidad, entre otros espejos, nos repite machaconamente.
Sin embargo, la parte más difícil de averiguar de la personalidad no es la que se logra a través de los aspectos visibles, aunque estos ya proporcionen informaciones valiosas.
Hemos de tener en cuenta que los demás se hacen una idea de cada uno de nosotros no solo por la imagen física, sino también porque creen entender cómo somos, incluso sin la posibilidad de irrumpir en lo más íntimo de cada cual, ya que es imposible penetrar en los pensamientos y sentimientos ajenos.
Lo más habitual es que esa imagen mental que se forman no coincida con la que cada uno cree tener de sí mismo. La propia suele ser más favorable, más benévola, más comprensiva, puesto que lógicamente uno se reserva y no se suele decir a los demás aquello que no gusta de sí mismo; sin embargo, la imagen ajena de nosotros no suele ser tan indulgente, es más, nos sorprenderíamos si pudiésemos penetrar en su interior y conocer el pensamiento ajeno. A más de uno de daría un ataque de pánico llegar a saber lo que se piensa de él.
Y es ese mundo interior, ese mundo privado, el que resulta complicado de entender para los propios interesados, puesto que se trata de bucear en la propia personalidad, pues no solo se trata de saber cómo nos vemos sino también de cómo nos ven. Un mundo, pues, tan intrincado y tal difícil tanto de comprender como en ocasiones de admitir, especialmente cuando hay rasgos del carácter que no gustan.
Pero la personalidad no es algo con lo que nacemos, sino que se va gestando con el paso de los años. Así, de los niños pequeños no podemos considerar que tengan una propia; bien es cierto que poseen rasgos de carácter que son cualidades que formarán parte de esa futura identidad que tienen que crearse.
Más adelante, a partir de la pubertad, chicos y chicas comienzan a inquietarse por su propia imagen y a preguntarse quiénes son. Se interrogan cómo les ven los demás, al tiempo que se afanan para ser aceptados dentro de los grupos de compañeros o compañeras de clase. La no aprobación se convierte en una gran preocupación para ellos, ya que, incluso por algunos detalles, pueden sufrir pensando que se les da de lado.
Estas reflexiones que he hecho acerca de la personalidad nos aproximan al objetivo de un estudio desarrollado en el ámbito escolar: cómo se ven a sí mismos los chicos y chicas que se inician en la adolescencia. Nos sirven, pues, como introducción a un trabajo de investigación que llevé a cabo con la participación de una profesora de Educación Primaria con sus alumnos de sexto curso.
De este modo, en los dos siguientes artículos que aparecerán en Azagala digital (La autoimagen de los adolescentes y La autoimagen de las adolescentes) comprobaremos que es posible conocer, de modo general, los rasgos de la personalidad de chicos y chicas que entran en esa etapa tan problemática como es la adolescencia. Para ello utilizamos un instrumento de investigación especial como es el dibujo de sí mismos que se les propuso en la clase. Tengo que anticipar que los resultados fueron de un gran interés.
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Las ilustraciones que he utilizado para el artículo son obras del pintor belga René Magritte (1898-1965), uno de los grandes artistas dentro de la corriente denominada surrealismo, de la que es un gran protagonista nuestro Salvador Dalí.
Así, a “Los enamorados”, que aparece como ilustración del artículo, paradójicamente unas vendas les cubren los ojos, lo que les impide que realmente se conozcan de verdad.
En “El falso espejo” nos muestra un cielo visto desde el fondo de un ojo, como si la propia retina fuera una barrera que aparece entre el mundo interior del sujeto que mira y la realidad externa que es contemplada, de modo que existe un mundo interior de ideas, creencias, emociones y sentimientos que solo las sabe uno mismo.
Una figura muy habitual en la obra de Magritte es la de un personaje masculino vestido con un abrigo negro y con bombín. En este caso, se muestra de espaldas al espectador, de modo que su reflejo en la cortina llega a ser la continuidad del cielo de fondo, lo que metafóricamente viene a aludir al vacío del hombre contemporáneo.
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