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LA EDUCACIÓN EN EL CONVENTO DE SAN FRANCISCO: Entrevista a Luis Flecha, jefe de estudios y profesor

ELÍSABETH GARCÍA ROMÁN

Luis Flecha Llorente es recordado como si formara parte del propio paisaje del Colegio de Segunda Enseñanza ubicado en el antiguo convento. Llegó allí al poco de abrir sus puertas y salió casi 25 años después. Aunque no tiene título universitario, Luis es un hombre culto al que entrevisté para este trabajo del Máster.

-Elísabeth García. ¿Cuándo llegó usted al viejo convento?

Luis Flecha. Fue al principio del curso 1968/ 69, pero el Colegio de Segunda Enseñanza funcionaba ya desde principios de los 60. Antes se estudiaba Bachiller en la Tahona hasta que el ayuntamiento adecuó unas aulas en una parte del convento que compró a una familia de Alburquerque.

-¿Cuál era su función en el centro?

Antes que yo hubo otras dos personas que se encargaban del cuidado de los alumnos y ese fue también en principio mi cometido.

-Y terminó dando clases.

La verdad es que cada vez me iban encomendando más funciones: administrativo, portero, jefe de estudios, e impartí clases de Gimnasia, Trabajos Manuales, Dibujo, Religión, Música e Historia. Y yo encantado de ello.

-¿Y qué estudios tenía para ejercer como profesor?

Pues si quiere que le diga la verdad. No tenía ni tengo ninguna titulación universitaria. Estuve ocho años en el Seminario de la Diócesis de Badajoz y allí me formé en varias especialidades. Por ejemplo, de Filosofía estudié tres años.

-¿No le daba un poco de miedo asumir tanta responsabilidad?

Uno era entonces joven e inquieto. Leía mucho y del Seminario sale uno muy formado. Los estudios son muy exigentes.

-¿Tenía predilección por alguna materia?

-La Historia siempre me gustó mucho, así como la Música. Recuerdo que en las clases de historia de la música ponía a los alumnos discos de canto gregoriano una y otra vez en clase.

-Según tengo entendido, era usted muy querido por los estudiantes.

Entonces casi todos los profesores eran de fuera y a mí me conocían del pueblo. Además, tenía un buen trato con ellos y había cierta complicidad, lo cual no quiere decir que no ejerciera con seriedad mi labor y que los alumnos me respetasen.

-¿De quién dependía económicamente?

Yo era contratado del ayuntamiento de la localidad, igual que el resto de profesores excepto dos licenciados, uno del área de ciencia y otro de letras, que venían de fuera y los pagaba el Ministerio de Educación.

-Los contratados por el consistorio, ¿tenían alguna carrera universitaria?

Algunos sí. Los menos. Por ejemplo, había dos maestros que acababan de terminar la carrera y, mientras estudiaban las oposiciones, daban clases en el centro. Otros eran personas como yo, con algunos estudios o conocidos en el pueblo por su buena formación cultural.  Hemos de tener en cuenta que el Colegio era oficioso y quienes examinaban al final del curso eran licenciados del Instituto Zurbarán de Badajoz.  

-Y el ayuntamiento de una localidad tan pequeña, unos siete mil habitantes en los años 70, ¿podía mantener el centro?

Era la inversión más importante que recogían los presupuestos cada año. Desde luego aquellas corporaciones predemocráticas hacían un gran esfuerzo porque entendían que era positivo para el pueblo y sus vecinos. Los alumnos pagaban una cuota mensual, pero era de escasa cuantía. Lo cierto es que ni no hubiera sido por aquel colegio de Segunda Enseñanza, la mayoría de los alumnos que acababan la enseñanza primaria en los colegios de los pueblos de la comarca, no hubieran estudiado. Se me olvidaba apuntar que los ayuntamientos de estas localidades también aportaban una cantidad para el mantenimiento del centro educativo.

-¿Y qué ocurrió cuando empezó a impartirse el Bachillerato Unificado Polivalente, el BUP?

Entonces ya vinieron cinco licenciados a impartir las clases. Estos dependían del Ministerio y yo daba menos materias, pero todavía continué de jefe de estudios e impartiendo algunas asignaturas digamos menores.

-Había una señora mayor, Carmen Bejarano, que ejercía como una especie de “ama de llaves”.

Sí, ella también estaba contratada por el ayuntamiento. Era como una portera y allí vivió siempre hasta que falleció.

-¿Cómo era la educación en aquellos años 70?

Los alumnos estudiaban más que ahora y eran más disciplinados. Las clases eran en horario matutino, pero por la tarde era obligatorio que asistieran a estudio. Creo que los profesores tenían más formación que ahora y se implicaban más en la tarea formativa y educativa.

-El denominado “patrimonio cultural inmaterial” se manifiesta en diversos ámbitos, uno de ellos son los rituales y actos festivos y, en este sentido, le pregunto si en el Colegio de Segunda Enseñanza donde usted trabajó tantos años había algo que destacara en relación con ese patrimonio inmaterial.

Claro que sí. Había un ritual que era imprescindible, sobre todo en los primeros veinte años de vida del centro, que eran las novatadas.

  Ningún alumno que ingresara en el centro se podía librar de ello, y nosotros los que teníamos alguna responsabilidad educativa, no podíamos, ni tampoco queríamos, dificultar aquella tradición. Había dos novatadas que tenían que sufrir todos los estudiantes en sus primeros días de llegada el colegio. Una era el manteo, más llevadera. Consistía en que los alumnos más veteranos y generalmente más fornidos cogían a los alumnos y los lanzaban hacia arriba, de manera que aquellos menos corpulentos, o más débiles, subían casi a la altura del tejado. Era realmente peligroso porque si les escapaba al caer se estrellarían contra el suelo. Había mucho miedo, llantos, incluso verdaderos ataques de pánico, pero jamás vi un accidente.

  La otra novatada era la llamada “milagrosa”, que producía más dolor, pero conllevaba menos riesgo. Consistía en que los alumnos eran tomados de pies y brazos y se les balanceaba para que su trasero chocara varias veces con una de las esquinas de piedra del convento. Ambas “bromas” se desarrollaban en el exterior del centro y así nosotros hacíamos la vista gorda. Entiendo que había alumnos que lo pasaban realmente mal, pero era un ritual y, como tal, había que respetarlo. Era una forma de favorecer la integración de los nuevos miembros en el centro educativo.

  Con el tiempo, las bromas se diversificaron y había numerosas alternativas y, en la actualidad, creo que se han perdido.

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-Un antiguo alumno me ha dicho que había un acto festivo por excelencia que era el día de Santo Tomás de Aquino.

Sí, iba a hablarte de ello. Era el día más importante de todo el año para el centro, una jornada de convivencia entre alumnos y profesores. Empezaba muy temprano, como a las ocho de la mañana, cuando se empezaban a acondicionar la planta baja del convento para celebrar la comida, los bailes y otras actividades. Unos y otros colaborábamos en la preparación de las migas, un plato típico extremeño, que se comía junto con sardinas. Por la tarde se organizaba un guateque en un salón situado junto al claustro que solo se utilizaba una vez al año y con este motivo. Se ponía una barra para servir bebidas y, aunque permitíamos exclusivamente cerveza, los alumnos más mayores se preparaban a escondidas sus cubalibres. Algunos de los estudiantes probaron por primera vez el alcohol en esta fiesta de Santo Tomás de Aquino, y hay que reconocer que muchos de ellos se emborracharon por vez primera en esta jornada, en un convento, que no parece desde luego el lugar ideal para ello. También recuerdo cómo los alumnos aprovechan el guateque para sacar a bailar a la compañera que le gustaba o de la que estaban enamorados. Sé que algunas parejas se formalizaron allí y hoy son marido y mujer; casualmente la directora del nuevo instituto Luciana Pintor, que fuera alumna del Colegio de Segunda Enseñanza, en una fiesta de Santo Tomás se enamoró de su actual esposo, estudiante también del centro. Él era del viejo plan de los seis cursos de bachillerato  y la reválida, y ella, más joven, del renovado Bachillerato Unificado Polivalente.  

-¿Y qué hizo cuando en el año 1990, el colegio pasó a ser Instituto de Enseñanza Secundaria?

-Entonces, ya todo el personal dependía del Ministerio de Educación y yo perdí mi empleo. Me preparé oposiciones, primero de limpieza y después de ordenanza. Las aprobé y, tras un tiempo destinado en Herrera del Duque, regresé a Alburquerque para trabajar en el nuevo instituto, donde estuve hasta mi jubilación.

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PORTADA: Luis Flecha, con el profesor D. Cándido.

FOTOS 2 Y 3: Antiguos alumnos.

FOTO 4: Flecha, tocando la guitarra con sus amigos Juanjo y Manolo del Pozo.

FOTO 5: Fachada del colegio libre adoptado y luego instituto.

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