LUIS GONZÁLEZ SOTO
En aquellos días de la posguerra, los niños pobres de Encinalba no tenían otro consuelo que asomarse al mirador de las murallas cuando se acercaba la Navidad y soñar que allá lejos, detrás de la línea de montañas que delimitaba el horizonte, existían otros países donde los Reyes Magos no entendían de clases sociales y regalaban juguetes a todos los niños sin tener en cuenta la situación económica de sus padres.
Porque en aquel pueblo S.S.M.M. habían mostrado siempre una clara predilección por los zapatos de los chavales ricos, depositando en ellos, con gran generosidad, motocicletas, camiones, caballos de cartón y muñecos de diferentes clases y tamaños, mientras que en los de los pobres solamente dejaban cuatro o cinco caramelos de aquellos tan gordos y baratos que fabricaba Gramontel, y algún solitario pito de caña pintado de rojo para disimular su procedencia artesanal.

Pero los niños pobres de Encinalba, enfadados con unos Reyes tan clasistas, descubrieron muy pronto su rey particular, capaz de convertir en realidad cualquier sueño infantil. Se llama Juan y sabía fabricar escopetas automáticas, barcos empavesados con retales de camisas viejas, camiones de corcho y magníficos trenes hechos con latas de sardinas. Y para construir estos tesoros manuales no necesitaba más que trozos de caña, cuatro tablas viejas, cartón, clavos y algunos metros de alambre galvanizado.
Sin embargo, la fama de “manitas” que llegaría a adquirir más tarde, no se debió a la construcción de juguetes, sino al invento de un avión de madera hecho con las cajas de sardinas que desechaban en casa de “La Mamona”. Con este fabuloso aparato nuestro amigo Juan pretendía echarse a volar desde una altura, surcar los limpios cielos encinalbeños, dar la vuelta al castillo y aterrizar, una vez cumplida su misión, en pleno paseo de Las Laderas para recibir el aplauso de sus paisanos.

Muy ilusionado con la idea se puso a trabajar de inmediato ayudado por casi todos los críos de la calle, y pocas semanas después los encinalbeños pudieron admirar la obra de Juan aparcada en un “tinao” de la calle de San Antón. El aparato era soberbio, con su carlinga forrada de hojalata, su hélice de madera y sus alas dispuestas a surcar los aires en busca de aventuras… pero los reventadores de sueños -que nunca faltan- se empeñaron en vaticinar muchos problemas basándose en la falta de propulsión del aeroplano, y sacaron a relucir las desgracias sucedidas a los “aparatos voladores” desde que a Dédalo se le ocurriera colocarse en la espalda sus alas de pluma y cera; pero Juan no se amilanó por las críticas adversas y continuó sus trabajos para tener el avión dispuesto el día de su vuelo inaugural.
Al inventor le costó Dios y ayuda encontrar dos esforzados pilotos que se atrevieran a conducir su nave, pero al fin logró convencer a Manolo y a Julián -dos de sus mejores amigos- para que protagonizaran la aventura y comenzó a preparar el primer vuelo del aparato. Reunido con todos sus amigos, acordaron subir el avión hasta un cerro que había detrás de los lagares de la calle de Ovejeros y desde allí lanzarlo al vacío de cara a la fuente del Caño, donde sus conductores debían girar para evitar -según Juan- el viento que soplaba desde la sierra de Santa Lucía. La fecha no quedó determinada, pero las circunstancias -como ya veremos- hicieron que ésta se adelantara un poco y esa fue la causa, según sus promotores, de que la prueba no resultara tan satisfactoria como se esperaba.

Las circunstancias y los Reyes Magos, que aquel año fueron tan injustos como siempre, hicieron que los amigos de Juan adelantaran la fecha del vuelo; y así, el mismo día 6 de enero por la mañana, cabreados por lo repetitivo de los caramelos de Gramontel y el pito de caña, agarraron el aparato, subieron con él en vilo la calle de Ovejeros y la calleja de Santa Lucía y lo dejaron instalado encima del cerro que coronaba los olivares de la carretera. Una vez colocados en sus asientos los dos pilotos, sus amigos dieron un vigoroso empujón al artilugio y éste se lanzó al vacío, inclinó una de sus alas y, ante el espanto de todos, capotó la decisión… y desapareció de la vista del “ingeniero” y sus seguidores.
El pánico se apoderó de los hasta entonces valientes aeronautas, que corrieron a auxiliar a los dos pilotos; pero al llegar al pie del risco comprobaron con alivio que Manolo y Julián, algo magullados, pero indemnes, se mantenían agarrados a las ramas de una higuera que había amortiguado su caída. Del aparato no quedaban más que montones de tablas destrozadas, pedazos de hojalata que brillaban al sol y las dos ruedas, girando aún, que cabalgaban sobre las “pernás” de un olivo. Recogieron a sus lastimados compañeros y, con la resignación de un Quijote que hubiera descubierto de pronto la transmutación de sus gigantes en simples molinos de viento, regresaron al pueblo cargados con la tristeza de no haber podido realizar sus hermosos sueños y lamentando la desgracia ocurrida al avión.

Muchos años después, en Encinalba se consideraron las aventuras de Juan y sus amigos como el primer intento mundial de burlar la ley de la gravedad a bordo de un aeroplano hecho con las cajas que se usaban para transportar las sardinas.
¡Con lo bien que hubiera quedado -decía Juan- si la dichosa ley hubiera permitido al aparato despegar del risco, volar por encima de la fuente del Caño, girar hasta el Pilar y embocar la entrada de Las Laderas para aterrizar en el Reúto…!
NOTA: Aunque Luis González Soto, colaborador de AZAGALA durante muchos años, cambió el nombre de Alburquerque por el de Encinalba, y los nombres de los protagonistas de la historia por otros inventados, el suceso ocurrió realmente. El avión se lanzó desde la sierra de Santa Lucía con el final que desvela nuestro compañero y amigo Luis, fallecido hace unos años.
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