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En recuerdo de mi padre

Por AURELIANO SÁINZ

Recientemente ha sido publicada en nuestro país una novela gráfica que lleva por título El primer hombre, que coincide con la obra póstuma del escritor francés Albert Camus y que fue encontrada intacta, e inacabada, en su maletín cuando tuvo un accidente mortal, el 4 de enero de 1960, tras haber mantenido un almuerzo en el campo con varios de sus amigos y su editor Michel Gallimard.

Era Gallimard el que conducía un Facel Vega. Tras el tremendo choque contra un árbol, fallece el escritor y su editor. Sobreviven Janine, la mujer de Gallimard, y la hija de Janine. El perro de ambos, Floc, desaparece.

Hasta 1994 no se llegaron a publicar las páginas manuscritas de Camus, que eran las que escribía para reconstruir sus memorias, aunque en ellas cambiara los nombres de los protagonistas. A fin de cuentas, resultaban ser una “búsqueda del tiempo perdido” de un niño pobre que no llegó a conocer a su padre, puesto que su padre fue un pied-noir, es decir, un francés que trabajaba en Argelia, aunque casado con una argelina descendiente de españoles.

La temprana pérdida del padre se debió a que fue llamado a filas para defender a Francia contra las tropas alemanas, en lo que serían los inicios de la Primera Guerra Mundial.

Sobre la novela gráfica que construye Jacques Ferrandez a partir del texto de Camus solo puedo decir que es una verdadera maravilla: sus cuidados dibujos nos describen con una enorme fidelidad los que pudieron ser los escenarios que Jacques Cormery (alter ego de Albert Camus en la obra) conoció a lo largo de su vida.

Sobre la novela editada en 1994, en la que aparecían las cartas que se intercambiaron Camus y su antiguo maestro, ya escribí un artículo en Azagala digital titulado Educar con pasión. Y si ahora, de nuevo, hago referencia a su autor y a esta reciente obra es porque a lo largo de ella se siente la orfandad, primero del niño y después del hombre, en la que vivió sin llegar nunca a saber en realidad quién fue su padre, pues su madre también lo perdió cuando Albert era un niño muy pequeño.

La concesión del premio Nobel de Literatura y el reconocimiento como gran escritor en Francia no le aliviaban ese profundo sentimiento de desamparo que le acompañó a lo largo del tiempo, percatándose de la ausencia de raíces que le sujetaran al mundo, a la vida o al país, dado que finalmente oscilaba entre sus orígenes argelinos de nacimiento y su cultura francesa.

Las lecturas, tanto de la obra editada en 1994 como la novela gráfica de 2019, me han hecho reflexionar con detenimiento acerca del significado que adquieren los padres en la memoria y en la identidad de los hijos.

Todos tenemos un padre y una madre, y cuando ya no están con nosotros nos dejan un legado, no solo en bienes heredables, que a fin de cuentas son efímeros, sino en nuestra historia y en nuestros recuerdos más profundos, dado que estos se remontan a nuestro amanecer en la vida.

Tras esas lecturas, volvieron a asomar los recuerdos familiares de mis primeros años. En mi caso, conservo con bastante nitidez la memoria de mi padre; aunque hay aspectos de su vida que nunca podré conocer ya que pertenecían a su intimidad, que, lógicamente, la compartía con mi madre.

Y si pienso en mi padre, inevitablemente, me viene a la mente su profesión: la de médico forense, pues era tal su entrega a sus pacientes que no me lo podría imaginar en otro trabajo.

Es por ello que, como recuerdo a su memoria, he querido ilustrar este artículo con uno de los lienzos más conocidos del pintor británico Samuel Luke Fildes titulado El doctor, y que pintó en 1891. En la escena aparece un médico rural que, concentrado en un hogar muy modesto, observa a una niña enferma, bajo la atenta mirada de un dolorido padre y de una madre que llora de impotencia al ver a su pequeña asaltada por una grave enfermedad.

Y si traigo a colación este lienzo no es porque yo guarde algún recuerdo concreto de la actividad de forense de mi padre, pues bien que se guardaba de no contar a sus hijos esta faceta de su profesión. En cambio, la de médico sí que la teníamos muy presente, pues el despacho y la consulta se encontraban en nuestra casa de la calle Calzada, por lo que, lógicamente, la vivíamos como una parte más de la familia.

No obstante, debo apuntar que los recuerdos que guardamos los hermanos no todos necesariamente tienen que coincidir, puesto que en una familia tan numerosa cada uno tenía su pandilla de amigos o amigas, al tiempo que las edades dan perspectivas algo distintas. Así cuando hablo con mi hermana Inmaculada o mi hermana Dorita, que son mayores que yo, recibo hechos y anécdotas que desconocía, porque, entre otras cosas, durante un cierto tiempo fuimos una familia espacialmente dividida: los que estábamos en Badajoz con mi madre, debido a los estudios; y quienes permanecían en Alburquerque con mi padre.

De él he querido mostrar una fotografía de cuando era estudiante de Medicina en la Universidad de Salamanca. Y lo hago ya que por entonces ninguno de sus hijos habíamos nacido. Mirándole me asaltan algunas preguntas: ¿Imaginaba, acaso, que sería padre de una familia muy numerosa, con toda la carga de esfuerzos y sacrificios que conllevaba? Puesto que él y mi madre eran salmantinos, ¿pensaron alguna vez que su profesión de forense les llevaría a Alburquerque, ese bello rincón de Extremadura en el que naceríamos la mayoría de los hermanos? ¿Se hubiera atrevido, como hacen algunos autores, a escribir o a narrar tantas historias que conoció relacionadas con su trabajo de forense, tal y como realmente las vivió con toda su crudeza?

Quizás, a esta última pregunta, yo aseguraría que no, pues era de carácter reservado, muy estricto profesional y moralmente, por lo que no imagino ni siquiera novelando lo que de algún modo llegamos a conocer en la actividad con sus pacientes.

Saltando hacia atrás, puedo recordar que en el número 100 de Azagala escribí un artículo titulado La vida es un largo río en el que hacía una breve semblanza de mis primeros años hasta el nacimiento de mi nieto Abel. Lo inicié con una de esas pequeñas fotografías que conservamos de nuestra infancia. Allí me encuentro en una instantánea familiar, en brazos de mi padre, con mi abuela, mi madre y mis hermanos mayores.

En esta segunda, ya no aparecen Angelines ni Paco, dado que habían cumplido la mayoría de edad y había que hacerse una nueva fotografía en la que estuvieran solamente los hijos beneficiarios del reconocimiento de familia numerosa. En esta ocasión, Inmaculada era la mayor, a la que seguíamos de manera descendente por edad, Benigno, Dorita, yo mismo, Abel, Tomás y María.

Dado que la vida es un largo río, de ese numeroso grupo de hermanos nacieron otros niños y niñas, puesto que la corriente no se para, no se detiene. Y es que la vida no se entiende sin el amanecer que supone ver nacer y crecer a otras pequeñas criaturas que iluminan la existencia de las nuevas familias formadas.

Mi padre llegó a conocer algunos de sus primeros nietos. Mi madre, que le sobrevivió algunos años más, lo hizo también de otros que vinieron después. Quizás fuera ella, como le acontece a la mayoría de las madres, la que tenía más arraigado ese sentimiento de continuidad de la vida. No es de extrañar que de ella conserve unas hojas de textos redactados con una antigua máquina de escribir conteniendo unos relatos dirigidos a sus nietos y que tituló Las historias de la abuela.

Cuentos cargados de ingenuidad y de candidez destinados a los niños. Relatos que hacen que me vengan a la memoria las calurosas tardes de los veranos de Alburquerque, cuando intentaba que los más pequeños nos durmiéramos en aquellas grandes camas de madera, contándonos historias de indios y vaqueros, cuentos que salían de su fértil imaginación para que mi padre pudiera descansar un poco la siesta, tras un día agotador.

Ciertamente, la vida es un largo río. Ellos conocieron algunos de sus nietos que ahora ya son padres y madres de una nueva generación. Nuevas vidas esparcidas por distintos puntos de la geografía española y también fuera de ella.

Inevitablemente, con el paso del tiempo el recuerdo de los orígenes se debilita. De todos modos, la frágil memoria humana necesita acudir a medios que la ayuden a actualizar las lejanas fechas que se desvanecen en el recuerdo. Ahí están las fotografías, las historias revividas, las anécdotas, los cuentos… que sirven de enlaces con tiempos pasados que nos resistimos a que desaparezcan del todo.

Es lo que siento ahora cuando a mi nieto, que reside con sus padres en Barcelona, le narro cuentos que me invento y en los que él se convierte en el protagonista de esas sencillas aventuras que mantiene con un gato al que le he bautizado con el nombre de Moi.

Abel, al que muestro en una fotografía en blanco y negro que sus padres le hicieron en el día de Sant Jordi, aparece portando una rosa, uno de los símbolos de la cultura catalana. De este modo, no solo continúa con un nombre de lejanas raíces familiares, sino que acoge gratamente los relatos orales que su abuelo Aureliano le va recitando, y que aprendió de pequeño mucho tiempo atrás. Una tradición que debería mantenerse, pues no hay nada que haga tan dichoso y tranquilice a un niño como escuchar de una voz familiar y cercana las maravillosas aventuras de los tiempos pasados.

Y es que las huellas del camino, ese que paso a paso todos vamos construyendo, no son como las estelas en el mar, tal como escribía Machado, ni, en mi caso, el sentimiento de orfandad que manifestaba Albert Camus en la obra que he citado al principio. Son pequeños senderos que ayudan a las siguientes generaciones a no perderse en el intrincado bosque que es la existencia humana. Y uno de ellos lo recibí de mi padre y de mi madre, por lo que me ayudaron a no extraviarme en los inicios, hasta que yo ya encontré la ruta que mejor se adaptaba a mis inciertos proyectos.

 

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