ANTONIO MAQUEDA FLORES
Es paradójico cómo, en los acontecimientos vitales que en torno a cualquiera se van sucediendo, las retenidas alegrías de unos se mezclan con la profunda pena de otros. Esa pena en grado supremo que a algunos les toca sufrir, a veces, propicia alegrías que a otros hasta les cuesta disfrutar, en una suerte de rueda a la inversa que transmuta el final de unos en varios principios para otros. Incluso la muerte, a veces, puede ser regeneradora. Paradojas.
Por la ventana de esta mañana -la misma pero diferente cada día- en algún lugar alguien intenta suavizar su tristeza por la persona a la que pierde observando a un mirlo posado en la antena del mismo tejado de siempre, posiblemente el mismo mirlo que en otras alegres mañanas, quiero pensar, a otros les canta, les anima a iniciar las siguientes dieciséis o dieciocho horas en que ya saben que sus seres queridos recibirán un regalo vital. El vuelo de la vida se alza igual sobre los dos tejados, el de ese ‘alguien’ que observa con una pena clavada en el corazón y el de esos otros que, alegres, escuchan cómo en la vecina antena otro mirlo replica las melodías de aves cercanas. Las melodías de ambos mirlos son idénticas: misma frecuencia, mismo tono, misma maravilla. Sin embargo, ambas músicas las imagino escuchadas por unos y por otros de manera tan diferente. No hay consuelo cuando se marcha irremisiblemente un ser querido, cuando ha tocado tomar decisiones muy duras al respecto, trágicas -por qué usar eufemismos-, muy difíciles de asumir, incluso a sabiendas de que no hay marcha atrás Y a la misma vez, por el contrario, no hay mayor alborozo que saber que varias vidas que corrían peligro podrán volver a brotar en diferentes jardines, que siempre olerán a las esencias que en el viento dejó la persona que se marcha y dona sus vuelos.
Hablaba de alegrías retenidas y de una profunda pena que confluyen en el mismo momento cronológico de varias familias, hablaba del canto del mismo mirlo -duplicado en dos lugares- recibido de maneras tan distintas. Como el vuelo de los inquietos vencejos, varias rutas vitales se dan el relevo en el viento: una que se marcha dejando bellos recorridos, humildes piruetas en sus mañanas serenas, poderosos planeos en sus ajetreadas tardes; y otras que a punto están de iniciarse, una especie de sueños donados que se materializarán en otros huesos y otras carnes y que darán continuidad -escaso consuelo o, quizá, a la larga, suficiente- a las sonrisas de algún joven, a la mueca cómplice de alguien que le agradece al cielo la suerte recibida, a una infinidad de momentos que, si bien nunca podrán sustituir a los que se pierden, puede que -¡ojalá!- acaben dotando de sentido a algo que ahora no lo tiene para quien no tiene más remedio que despedirse de su ser amado.
Las bienvenidas son siempre más agradables, no cabe duda de que recibir casi siempre es considerado mejor que dar -en el orden lógico de nuestra natural condición humana. Desprenderse es muy difícil, aún más tratándose de una renuncia vital, de un adiós definitivo en lo terrenal -aquí cabrían decenas de sentires diferentes al respecto. Recibir un regalo en forma de oportunidad vital es la cara inversa, la alegre, la que ha de quedar, con la que nos hemos de quedar, con mayor o menor capacidad para aceptarlo según la cercanía a quienes tienen que despedir a quien inicia un vuelo que los que le conocimos y apreciamos le deseamos amplio, poderoso, propiciador de nuevos brotes, de recorridos vitales que seguro repercutirán en la felicidad de otros, quién sabe si incluso en la de los mismos que en estos días están perdiendo la suya. Paradójico, contradictorio, desconcertante, desalentador, pero también sanador a la larga, reconfortante, e incluso inspirador. Cuesta verlo así en este cruel ahora, pero es el deseo de que así sea el que escribe estas palabras.
Los mirlos, mientras tanto, seguirán cantando, seguirán los vencejos cumpliendo su irrenunciable destino de trazar vuelos infinitos, casi tanto como imposibles, en el viento frente a tu ventana, frente a la mía, frente a las de aquellos que dejan ir y a las de aquellos que las abren para recibir ráfagas, bocanadas, brisas, raudales de vida para sus seres queridos, necesitados de la energía de los órganos que en otros ya no podían sostener la vida.
Son días en que se hace difícil encontrar la armonía, no dejarse llevar por la rabia, no enloquecer durante algún que otro rato por tanta injusticia que ocurre en el entorno de varias familias que sufren, de muchos amigos que lloran. Pero nos queda mirar por la ventana, llamar al mirlo intentando imitar su hábil silbido, reclamando su presencia, o seguir las piruetas de los vencejos, acróbatas del viento. Al fin y al cabo, haciendo ambas cosas estaremos mirando al cielo y allí cada uno verá lo que quiera. A quien quiera.
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