Juan Ángel Santos/Cartas al Director
“De todas las historias de la Historia/la más triste sin duda es la de España,/porque termina mal…”
Así comienza el poema 𝘛𝘳𝘪𝘴𝘵𝘦 𝘏𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢, de nuestro ilustre poeta Jaime Gil de Biedma, más como un epitafio que como un prólogo, más como una sentencia que como una acusación. Resulta paradójico que una de las frases que mejor definen la Historia de España venga de un poeta y no de un historiador, quizás porque nace de un sincero, desesperado y profundo sentimiento, y no del frío, simétrico y distante resultado de un análisis científico.
Anda mi pueblo revuelto y entretenido en disputas banales que, como siempre, se dirimen a la sombra de un castillo y se resuelven con lengua y espada, y todo por la “elitista y excluyente” (que dice con acierto y finura el amigo Cisco) presentación de la nueva asociación “𝘈𝘮𝘪𝘨𝘰𝘴 𝘥𝘦𝘭 𝘤𝘢𝘴𝘵𝘪𝘭𝘭𝘰 𝘥𝘦 𝘈𝘭𝘣𝘶𝘳𝘲𝘶𝘦𝘳𝘲𝘶𝘦”, nacida al amparo de la noche y presentada en la capilla de la fortaleza con todo el boato que un lugar tan señorial y unas gentes tan elevadas merecen. Colina abajo un pueblo ausente y despreocupado.

A falta del listado oficial de asistentes, donde estuvo hasta la oficialidad de la guardia civil (¿?), reconozco que faltó a la cita y a la foto en blanco y negro, como bien apunta mi amigo y coetáneo Emilio, Don Hipólito el que fuera cura de Alburquerque para que aquello dejara volar la memoria. Aunque siendo finado y bajo clero, mejor haber citado al actual arzobispo de la archidiócesis de Mérida-Badajoz que, a buen seguro, hubiera dado, si no propuestas y soluciones profanas, al menos lustre, relieve y color al bodegón. El castillo de Alburquerque recuperó, por un día, su estatus de poder y riqueza evocando los días del condestable y las fiestas de Don Beltrán. Hasta sopló el tibio y turbio recuerdo de aquellos días de gloria y fastos de finales de los 90 del siglo pasado, cuando Alburquerque se llenaba de próceres, ilustres empresarios y astutos ilustrados, y también de sueños rotos que acabarían en lluvias torrenciales, y de ríos de lodo que se llevaron todo menos los egos retornables. Pero esto es otra cosa, cuentan los juglares, así pues, júbilo y palmeo.
“…y la experiencia me enseña, que el hombre que vive, sueña lo que es, hasta despertar”.
En fin, sobraron pompones y faltaron fregonas, sobró el regadío y faltó el secano, sobraron disfraces y faltaron hechuras, sobró alfombra y faltó el invitado principal, el “gigante dormido” que no es de piedra ni vive en lo alto del promontorio, ese que casi nunca está y al que nunca se le espera, el pueblo simple y llano, unas veces sordo y otras tantas mudo. La capacidad no es excusa para el sortilegio. Una información previa sin encriptar hubiera despejado dudas y aliviado enfados. “Todos somos alburquerqueños, ¡qué le vamos a hacer!, resignación, hermano: hay crímenes peores…” con permiso de Max Aub.

Los castillos son como los hijos, hay muchos, pero como el mío, ninguno. Por roce, por culto, por amor o nostalgia, por valor patrimonial o potencial económico, por una vida o por una instantánea, por todo o por partes, se le quiere y se le protege como una madre a su retoño, salvando distancias, claro. Tanto que, como a un niño consentido, se le convierte en el regidor de la vida doméstica bajo la forma de un pequeño tirano. La verdad es que, a nuestro castillo, que no es nuestro porque el sentimiento no es moneda de curso legal, se le quiere tanto que, en ocasiones, llega a cegar los ojos y a nublar las mentes, tanto y tan locamente, que olvidamos que a su sombra inerte brotan vidas e intimidades, tengan voz o caminen en silencio.
“Es mucho más fácil reconocer que hace diez años hicimos el imbécil que reconocer que lo hicimos hace diez minutos” decía Jaume Perich, así que, disculpen si no me levanto ante este espectáculo iniciático. No es por misantropía ni siquiera por silopsismo, aunque pueda parecérselo a los más entusiastas, tampoco aversión a las luces de neón, ni siquiera se trata del traumático terror infantil por los fuegos de artificio. Digamos que es un ligero entrante de templada prudencia sobre una base de conocimiento del medio y una pizca de desconfianza para sazonar. La mirada vigilante de un lobo solitario.

Hasta aquí la crítica, desde aquí, el reconocimiento obvio. Al margen de lo formal, que siempre importa para no solo serlo sino también parecerlo, lo relevante de este proyecto está en el fondo y los fines que persigue y, en esto, debo mostrar mi más absoluta consideración y respeto. De momento, la presencia y compromiso de Luis Landero e Isabel Gemio, otorgan una visibilidad necesaria a un problema evidente que, las autoridades de la Junta de Extremadura, presentes en el acto en calidad de “señores del castillo” y responsables de su conservación, buen uso y proyección económica y cultural, deben ver, entender y asumir no solo como imperativo legal sino también, como un deber moral con los ciudadanos para, como diría Landero, no arder en el infierno.

A partir de ahí, del compromiso sincero del propietario, se espera del resto, pedagogía, horizontalidad, asepsia, transparencia y propuestas consensuadas de manera solidaria y amplia, alejadas del primigenio y mayúsculo error del nacimiento. Ya saben que, sin el pueblo, el castillo no es más que una fría roca llena de relatos y espectros. Un fiel escudero que ayuda a este loco caballero andante que es Alburquerque, pero nunca un mesías portador de la salvación y el perdón de nuestros pecados. Nuestros problemas no se van con la brisa, yacen bajo la tierra, fuertemente arraigados, y exigen braceros para desescombrar.
De todos los presentes hay tres que me transmiten seguridad, sosiego y certidumbre. El alcalde, Manolo Gutiérrez, porque aporta naturalidad, mesura y rigor, José Manuel Leal, presidente del colectivo cultural 𝘛𝘳𝘦𝘴 𝘤𝘢𝘴𝘵𝘪𝘭𝘭𝘰𝘴 que contribuye con su incansable entusiasmo, militancia y convicción y, finalmente, Cándido Mayo en representación de 𝘈𝘥𝘦𝘱𝘢, que recuerdan la fragilidad de las emociones y la necesidad de un permanente estado de alerta. Esta es la verdadera columna vertebral…el resto son humores hipocráticos de cuyo equilibrio dependerá la salud del proyecto.



La historia de nuestro pueblo, como la historia de nuestro país el pasado siglo XX dibujada por Santos Juliá en palabras de Ramón Carande, es una historia con “demasiados retrocesos”, con demasiadas amputaciones y heridas, con tantos conflictos como costuras tiene nuestra mortaja. Si este y otros proyectos, más allá de sus objetivos singulares, sirven para impulsar la convivencia y para estimular un sentimiento colectivo como pueblo, para contribuir a crecer y madurar, para cohesionar y construir, aquí está mi mano, si no es así, que el tiempo la convierta en polvo.
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