EUGENIO LÓPEZ CANO
Los pozos, fuentes y pilares eran tres de los servicios públicos de mayor aceptación y provecho. A pesar de su importancia no sería sin embargo hasta la época de los Reyes Católicos cuando se impusieron y reglamentaron estos tipos de elementos, antesala de su verdadero esplendor en los siglos XV y XVI.
Los pozos se hallaban preferentemente en las plazas o inmediatos a ellas, y en las proximidades de la población, utilizándose en un principio tanto para beber como para otros usos. Esto, unido a la carencia de abrigo que los protegieran de los animales y de la suciedad propia del terreno, suponían no solo un constante foco de infección sino también un peligro de hecho para la integridad física de las personas, carencias éstas que se solventarían presumiblemente en el último cuarto del siglo XV con el otorgamiento de don Beltrán de la Cueva (1472) a esta Villa de las primeras ordenanzas municipales, antecedentes de las de 1591 y las de 1615 del Concejo, en las que se preceptuaban la construcción de fuentes y pilares sobre ellos, vistiéndolos, o rodeándolos de muros y cubriéndolos a veces con bóveda de rosca, o capilla que así es como se denomina por estos pagos.
Otro de los servicios a los que el Concejo prestaba especial atención eran los lugares destinados para lavar la ropa, siempre lejos de la población, y por lo común junto a las fuentes, a las que solían adosarles para estos menesteres pilas o albercas. De las que aún se conservan, y que a buen seguro no han de diferir en mucho de las que antaño servían para tal provecho, consignaremos las siguientes: La Zarza, con tres albercas a ras del suelo, de 2 por 1 m. cada una; El Calvo, con una pila; Elvira (o Alvira) Vaca, con cuatro pilas con rebosaderos; Matiscalvo, con una pila redonda, y Pío Pata, sin olvidar El Piojito, El Pra(d)o, La Cañá(da) Boyá(l), El Chorlito y Los Cañitos del Lirio. Además de éstas, existían otras de carácter privado como las de El Hito, Plata, Torres, Campanilla y otras, a las que por lo general se accedía previo pago del precio convenido.
El incumplimiento de las normas establecidas para la correcta utilización de los servicios traía como consecuencia la imposición de fuertes sanciones, obligando incluso al infractor a reparar el daño causado con cargo a su peculio. Para impedir tales hechos el Concejo encomendaba la vigilancia y limpieza de los mismos a lo almotacenes, o empleados públicos, conocidos también por «Maestro de la Villa» o «Alarife Mayor».
Los manantiales de uso público fueron hasta época muy reciente elementos de primerísima necesidad. Los pozos y las fuentes concejiles de Alburquerque estuvieron prestando servicio diario a la comunidad hasta comienzos de 1970 en que se inició el abastecimiento de agua a la población. Algunos todavía llevamos fresco en la memoria el recuerdo infantil del banasto de ropa limpia con olor a tomillo y romero, y el leve contoneo de las mozas, cántaro a la cabeza, iniciando la cuesta tras el último descargadero.
No hay duda que en torno a estos servicios se han escrito páginas inolvidables de la historia popular de la Villa. Las fuentes, sobre todo, han desempeñado durante generaciones un destacado papel social al tomarse como puntos de encuentro donde las mozas acudían cada tarde, como avecillas en bandadas, para en(h)ebrar el pico (parlotear) en libertad, lejos de las rígidas costumbres de la época. Un mentidero en el que salían a la luz los acontecimientos públicos más interesantes de la vida local, acrecentados en época de sequía durante las largas colas y la paciente espera del cubo en la mana(d)era.
Desde siempre los pozos y las fuentes han ejercido una irresistible atracción, motivada quizá por ese temor ancestral a lo desconocido, magnificado en parte por la fantasía desbordante hacia lo prohibido: el fondo, la oscuridad, el caldero, el eco de la voz rebotada en la bóveda, la piedra en el agua, el «no te asomes que te coge la mano negra» dirigido a los niños, las historias de ahogados «como una voz que te llama«… Hay quienes, incluso, les otorgan poderes sobrenaturales, creyendo que existen en ellos supuestas energías, o fuerzas negativas ocultas. Por ejemplo, a las fuentes se dirigen lo que padecen de fiebres malignas para rezar -«Tersianas (fiebres malignas) tengo, tersianas son, / aquí te las quedo, San Espolón«-, al tiempo que arrojan, vuelto de espaldas, y por encima del hombro, un puñado de sal, en la creencia de que la enfermedad desaparecerá al contagiarse de ella el primero que llegue o pase por allí.
El ir a por agua era «privilegio» casi absoluto de las mujeres, a quienes desde temprana edad ya se las instruían para estos menesteres. Su primera aparición en la fuente suponía motivo de broma por parte de las amigas y conocidas, y de lógica desconfianza para quienes ya de por sí su presencia significaba un cierto recorte temporal de su libertad cotidiana. Por tanto presuponía por lo común una aceptación resignada del grupo, o una acogida amigable según quien la introducía, significando para la joven de alguna forma el primer paso en el largo camino de entonces a la madurez.
Los hombres, por lo general, excepto ciertos criados de casas pudientes que lo hacían con caballerías a fincas particulares, estaban exentos de tales quehaceres al considerarse estos de tipo doméstico y por tanto sujetos a las labores exclusivas femeninas.
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