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Cuando yo creía que el Castillo era el mejor de España

“Y ya muy crecidos, nos sentíamos orgullosos al saber que seguía recibiendo a muchachos que se hospedaban en su albergue juvenil; que se hacían obras de teatro en su interior en las que participaba gente del pueblo; que se impartían cursos de música o que había un modélico Festival Medieval con una entusiasta entrega popular”.

AURELIANO SÁINZ

Por aquel entonces, amigos lectores, yo era un niño y no le llamábamos todavía Castillo de Luna; simplemente decíamos el Castillo, nuestro castillo, puesto que era el que conocíamos, desde las rocas que lo sustentaban hasta las empinadas torres que las concebíamos como inaccesibles cuando nos encontrábamos próximos a la entrada o las mirábamos desde Las Laderas.

Atónitos, contemplábamos su majestuosidad sintiendo que nos protegería de las amenazas de los moros, ya que eran los “malos” por antonomasia de entonces. (Tal vez, habría alguno bueno, como Saladino, que se hizo amigo del Capitán Trueno, lo que para nosotros, infatigables amantes de los cuentos, era garantía de fiabilidad.)

Por aquel tiempo, todavía no había llegado la posterior invasión de los superhéroes americanos, que eran musculosos y volaban. Aunque, con el transcurrir de los años, los aguerridos caballeros medievales dejaron paso a esos extraños seres, muy del gusto del país que siempre imagina que va a ser invadido por extraterrestres.

No, los nuestros eran de carne y hueso. Valientes de verdad y no tenían extraños superpoderes, sino que batallaban a cuerpo abierto y podían ser mortalmente heridos, aunque en el fondo sabíamos que no podían morir, porque se acabarían las colecciones de El Guerrero del Antifaz, El Capitán Trueno o El Jabato, que con tanta pasión seguíamos semana tras semana.

Además, también luchaban en lejanas fortalezas que nos encantaban. Aunque, a decir verdad, la nuestra siempre estaría por delante. Para nosotros, como os digo, era el mejor castillo de España, tal y como debatíamos sesudamente entre los amigos. De todos modos, como no estábamos muy seguros de que estuviera en tan alto lugar, llegábamos a la conclusión de que era preferible decir que ocupaba la segunda plaza (aunque no supiéramos cuál de ellos tenía el gran honor de ser el mejor castillo de la Península).

No solo eran los cuentos (por aquellos tiempos aún no existía la palabra cómic) los que alimentaban nuestra fe en la, para nosotros, más importante fortaleza hispana. También alimentaban nuestras fantasías las películas medievales que se anunciaban en el Cine La Torre, al que nos acercábamos contemplando boquiabiertos el cartel que se ponía en la pared exterior, con la esperanza de que “fuera para menores”; en caso contrario, nos quedaríamos sin poder entrar.

Mirando hacia atrás, la memoria me alcanza a una ocasión en la que, cargado de llanto, presionaba a mi madre en el comercio, delante de un viajante que me echó una mano, con el fin de que a mis bolsillos vacíos acudieran las perras necesarias para comprar la entrada y, felizmente, pudiera subir a toda prisa hacia el “gallinero”. Pero es que se trataba, nada más y nada menos, que de Ivanhoe.

Con días de antelación la había visto anunciada en la cartelera y en los prospectos que nos daba por la calle el señó Pedro. En ellos aparecían los rostros de Robert Taylor y Elizabeth Taylor, cuyos nombres nos sonaban como mágicos, mirándose el uno al otro. Todavía conservo en mi mente la imagen del valiente héroe que mira embelesado a la dama, la cual, de reojo, lo contempla pensando que el beso tan deseado al que aspira el caballero se lo tendrá que ganar a pulso.

Al final mi madre cedió y pude entrar para estar junto a los amigos. Por cierto, esa vez no hubo jaleo en el gallinero porque los besos en estas películas eran muy castos, tanto que apenas se rozaban los labios y duraban casi nada.

Tal como os indico, en esas películas veíamos a los aguerridos soldados medievales que luchaban en castillos de altas y empinadas torres, fueran asaltándolas o defendiéndolas. No obstante, el nuestro seguía siendo el primero; más aún cuando hacía poco que se habían restaurado las almenas de una parte de las murallas, lo que ensalzaba su enorme belleza.

Y, claro está, también año tras año uno crecía, como nos pasa a todos, aunque no tengamos muchas ganas. Sin embargo, seguían impertérritos nuestros héroes de papel con sus eternas aventuras. En el celuloide, en cambio, surgieron otro tipo de heroínas. Eran aquellas que alteraban las hormonas de nuestra incontrolada libido. No se las veían en castillos, sino en fiestas glamurosas y en salones de baile exhibiendo sus ajustadísimos vestidos y sus generosos escotes. Allí reinaba Sarita Montiel, nuestra hispana sex-symbol, que competía, nada más y nada menos, que con Rita Hayworth, la inolvidable protagonista de Gilda.

¡Ay, Rita Hayworth! ¿La recordáis? Sí, la misma que a los que entrábamos en la adolescencia nos perturbaba cuando la escuchábamos cantar “Amado mío” y oír, de otros muchachos más mayores que nosotros, sus bailes y el lento desprendimiento de esos eternos guantes que nunca terminaban de salir de sus desnudos brazos.

De todos modos, nos consolábamos cuando nos decían que se había formado un gran follón en el gallinero porque en algunas escenas, sorpresivamente, aparecía en la pantalla una especie de “fundido a negro”. Los gritos de “¡¡Modesto!!”, dirigidos a la cabina, o de “¡¡Miguel!!”, a quien vigilaba aquella parte, atronaban en ese estrado de madera lleno de gente apretujada.

El tiempo fue pasando. Y por esas razones del destino, muchos tuvimos que esparcirnos por la piel de toro, e, incluso, más allá. Pero cuando uno volvía al pueblo, lo primero que recibía era la imagen imponente, hermosa y, también, por qué no decirlo, maternalmente acogedora de la fortaleza que ahí permanecía siempre vigilante de nuestros eternos sueños infantiles y que nos daba la bienvenida cuando regresábamos.

Y ya muy crecidos, nos sentíamos orgullosos al saber que seguía recibiendo a muchachos que se hospedaban en su albergue juvenil; que se hacían obras de teatro en su interior en las que participaba gente del pueblo; que se impartían cursos de música o que había un modélico Festival Medieval con una entusiasta entrega popular. No había duda: el Castillo de Luna continuaba siendo el eje en el que pivotaban las referencias de Alburquerque.

Pero un día, como bien sabéis, se inició una nueva historia. Resulta que un aciago y ladino señor llegó a la alcaldía y, cavilando con su singular mente, se posó en su cerebro una genial idea: “¿Por qué no construir una hospedería de lujo para que venga la gente adinerada al pueblo y, de paso, yo sea recordado como el gran benefactor de Alburquerque, con mi nombre en una placa de mármol colocada en un sitio tan especial como es el Patio de Armas?”, se decía a sí mismo y a los que le rodeaban.

“Sí, sí, sí. Tienes toda la razón. Es una magnífica idea”, le respondían sus fieles seguidores, que aplaudían sin rechistar todas sus ocurrencias. “¡Ya está bien de que el Castillo de Luna sea una postal que se mira y no se saque todo el provecho que pueda dar!”, expresó de forma contundente uno de sus incondicionales, haciendo ver, según su docta opinión, que hasta ese momento la fortaleza solo había servido como un atractivo decorado del pueblo.

Ni corto ni perezoso, el señor de la villa se puso manos a la obra. Llegó a un enjuague con el entonces consejero de Cultura de la Junta de Extremadura, propietaria de la fortaleza, para que esta se convirtiera en su sueño dorado. Había que prepararlo todo bien, muy en la línea de la inmortal película de Luis García Berlanga: darle la bienvenida a las personalidades y los muy ricos de Madrid y de otras capitales, que acudirían con grandes y lujosos coches, engalanando el castillo, de forma que cuando estuviera hospedería acabada, el pueblo, al son  de la banda municipal y vestido con sus mejores ropajes, los recibiría exultantes, tal como ellos se merecen.

Pero he aquí, como sucede en los grandes cuentos de aventuras que leíamos de pequeños, una gente malvada, retorcida y movida por las más bajas pasiones, se organizó en su contra con el único fin de atacarle, de dañarle y de tirar por tierra tan genial proyecto.

La historia que siguió, más o menos, ya es conocida por todos. El genial proyecto que atraería a las grandes fortunas del país acabó olvidado en cajones cogiendo polvo. Nuestro querido Castillo de Luna comenzó a envejecer; sus paredes se llenaron de arbustos y jaramagos; apenas recibía las visitas que tiempo atrás tenía; los Baluartes no se abrieron para que funcionase el centro creado como información a los visitantes y un sepulcral silencio se adueñó de sus estancias.

Pasaban los días, los meses y los años. Lamentablemente, el señor de la villa y su dama favorita también envejecían. La tristeza se apoderó de sus rostros ajados. Se tornaron agresivos, huraños, mentirosos y ariscos. No se les podía contrariar y se temían sus caprichosas y absurdas reacciones.

Llegó el momento en el que el pueblo se volvió muy temeroso de ambos, al tiempo que, por otro lado, los contemplaban como si fueran los actantes de una película, mezcla de suspense y terror, como los que aparecen en el cartel de “La Momia”, protagonizada por el terrible Boris Karloff.

Finalmente, el señor y su primera dama, solos y ya totalmente fuera de la realidad, se recluyeron en lo que consideraban que les pertenecía como su propia casa: el Consistorio. Llevaron a cabo una resistencia numantina ante las nuevas fuerzas que ellos también consideraban sus enemigos. En las cercanías, habitualmente, se oían clamores pidiéndoles que rindieran cuentas. Pero se negaban rotundamente a responder. No tenían nada que explicar y menos aún a esa insensatez de que debían dimitir…

Y ahora, amigos lectores, no me queda más remedio que cerrar este relato, sin todavía final, y despedirme. No sin antes deciros que esto que os he narrado es lo que me ha venido a la mente en una fría noche de invierno antes de irme a la cama. Son recuerdos de mi lejana infancia y de lo que ocurrió después. Sin embargo, retorno al principio y, de nuevo, me pregunto por si podemos aclararnos: “¿Se encuentra hoy el Castillo de Luna entre los mejores de España como yo creía o hay que esperar a que finalice esta asombrosa historia para que volvamos a verlo en todo su esplendor?”