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Derechos y libertades

JUAN ÁNGEL SANTOS

“No aspiremos a lo imposible, no sea que, por elevarnos sobre la región de la libertad, descendamos a la región de la tiranía.” Simón Bolívar.

De igual manera que, el materialismo histórico muestra la evolución de la humanidad como una continua lucha de clases, podríamos redactar el relato histórico, como una constante pugna del ser humano por ensanchar las fronteras que limitan sus derechos y libertades, tanto individuales como colectivas.

El primero culminaría con el triunfo del proletariado y la desaparición de las clases sociales, por tanto, plantea un final feliz presidido por la igualdad y la equidad. La segunda tendría un final más complejo que vendría determinado por sus propios límites, interpretaciones y contradicciones. Tan subjetivos son los derechos por su naturaleza y carácter inherente a la persona, como por la lectura que cada cual hace de ellos. Por otra parte, habría que considerar la reacción obvia de quienes sienten amenazados su estatus y sus privilegios, de manera que, al igual que la visión marxista de la historia, este modelo tendría un desarrollo presidido por la lucha permanente entre opresores y oprimidos.

Una evolución muy lenta y con un trasfondo de dolor en el que, cada pequeña conquista, ha sido regada con sangre. Un proceso largo e inacabado con permanentes avances y retrocesos, marcado por la tensión constante, siempre evidente, entre quienes resuelven conservar sus prerrogativas y quienes reclaman ampliar su espacio. En esta paradoja, en esta colisión de intereses y libertades, reside la frustración de la ideología liberal.

Semejante fracaso le sobrevino al marxismo en relación con las esperanzas puestas en el proletariado que, lejos de convertirse en clase única y dominante, ha terminado por atomizarse y abrazar las dulces ofrendas del liberalismo económico. Ya no hay proletarios, solo consumidores subsidiados, domesticados e insatisfechos con aspiraciones de burgués, conducidos mansamente como un rebaño de ovejas, y marcados a fuego bajo la divisa común de “clase media”.

Dicho esto, pudiera parecer que nos encontramos huérfanos de grandes ideologías políticas, a expensas de cualquier charlatán decidido a vendernos su poción mágica. Y así es.

España es un país racial, maniqueo; una tierra de contrastes extremos y permanentes conflictos, en la que cualquier proyecto común se diluye siempre en un inmenso mar de contradicciones y prejuicios. Nadie es particularmente culpable, pero todos somos responsables de este disparate colectivo, de este sainete mitad dramático, mitad festivo, que, de manera recurrente, ofrece esta gran nación. En palabras de Arturo Pérez Reverte “Cualquiera que haya leído Historia de España sabe que aquí hemos sido todos igual de hijos de puta.”. Repartir la carga del pecado no nos libra de la penitencia, pero sirve para aliviar el peso de la conciencia.

En nuestro querido país, donde tras cuarenta años de dictadura, creíamos haber llegado a un nivel óptimo de equilibrio, donde parecía que cada necesidad estaba cubierta y respaldada por un derecho o una libertad, gracias a nuestra venerada Constitución; de pronto, salimos del sosegado letargo de la Transición, para volver a la cotidiana rutina del enfrentamiento. Una vez terminada la obra, cuestionamos el resultado y pedimos al arquitecto su reforma o, llegado el caso, su derribo. Así somos de exigentes y, en ocasiones, así de caprichosos.

El encarcelamiento del delincuente Pablo Hasél y los tumultos callejeros posteriores, han cuestionado la libertad de expresión, ya de por sí, muy controvertida por las condenas a España del Tribunal de Estrasburgo y por la entrada en vigor de la llamada “Ley Mordaza”. La independencia del poder judicial, puesta en cuarentena día sí y día también, ya sea por el conato independentista, ya sea por el control político del propio órgano de elección de jueces y fiscales.

El derecho de manifestación sujeto a la arbitrariedad de quienes prohíben salir a la calle a las mujeres, mientas hacen oídos sordos al vocerío fascista y su exaltación del odio. La colisión entre el derecho a la vivienda y el derecho a la propiedad privada, en permanente candelero, ya sea por la ocupación ilegal de inmuebles o por el acaparamiento de vivienda vacía de los fondos financieros. El derecho a la no discriminación, pisoteado constantemente por la violencia machista o por las agresiones homófobas.  El propio derecho a la vida que nos hace rasgarnos las vestiduras por el aborto o la eutanasia, y esconder bajo la alfombra de nuestra poca vergüenza, el drama de la inmigración.

Igual todo esto no es más que el resultado de un pecado capital: La gula. Quizás todo es pura glotonería, un empacho de derechos y libertades. No los hemos sabido saborear, mucho menos digerir y, la mayoría, ni siquiera hemos reparado en su precio porque nos han salido gratis. Es la consecuencia de comer a mesa puesta y mantel quitado, de acudir como invitados a una fiesta nocturna sin tener edad para ello.

“Donde existe una necesidad nace un derecho.”, decía Eva Perón. También puede ser una cuestión de sastrería y, pretendamos derechos y libertades a medida de nuestras necesidades o intereses particulares. Un traje para cada noche, un derecho para cada estación del año, un color para cada libertad según las tendencias ideológicas de la pasarela electoral. Cuanta desconsideración, que convierte en saldo lo que tanto esfuerzo colectivo ha costado.

Nos equivocamos al pensar que los derechos y las libertades son vitalicias, como una pensión de jubilación, por la que cotizamos toda nuestra vida para garantizar la tranquilidad de la vejez. La libertad y los derechos, no solo pueden ser congelados o recortados como una prestación contributiva, también pueden ser suprimidos.

Pero mientras en España se derrochan los derechos y se malgastan las libertades, en lugares como Alburquerque, la carestía los pone a precios inalcanzables. Cosas de la ley de la oferta y la demanda, o del tanto tienes tanto vales.

Reclamar un salario se satisface con una huelga de hambre. Conciliar la vida laboral y familiar, exige una movilización. Mantener viva una asociación, obliga a rendir su independencia y condicionar sus objetivos. Demandar respuestas en un pleno, se salda con un desaire o un insulto. Exigir el cumplimiento de la Ley se compensa en la balanza con una amenaza y con escarnio público…

“Todas las cosas tienen en Roma su precio”. En esta tierra nuestra, el precio puesto a cada derecho es la renuncia a una libertad.