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Rebelde con causa

JUAN ANTONIO GARCÍA PALOMO (*)

Decía Julio Anguita que “ser rebelde podía entenderse como el hecho de cuestionarse lo que hay”, y por extensión, cuestionarse todo lo que rodea a la actividad de la gobernanza que sufrimos por parte de nuestra clase política. La rebeldía debería venir inexorablemente implícita en la condición humana. De lo contrario, corremos el riesgo de vivir constantemente anestesiados y entregados al poder dominante, que no viene a ser más que un efecto psicológico y, si me apuran, casi irreal y ficticio. En ocasiones vemos a gobernantes dirigiendo los destinos de un pueblo, de una región o de una nación entera, con cientos, miles o incluso millones de ciudadanos que parecen estar al servicio de estos políticos, a veces envueltos en cierto tufo de temor. Pero, ¿a qué o a quién temen realmente?

Potencialmente, el poder del pueblo debería ser inmensamente superior al de quienes les gobiernan, pero los ciudadanos se ven a sí mismos de forma individualista frente a sus propios semejantes de la ciudadanía, y aunque se puedan sentir estimulados a rebelarse, el problema es que se miran entre ellos con cierto recelo y desconfianza. En ocasiones, se rebela alguno de ellos, pero entonces muchos de sus vecinos se ven tentados a penalizar su actitud para que vuelva al rebaño, pese a que en el fondo sientan también el deseo de dar pasos valientes hacia la insurrección, porque no es realmente al dictador al que temen, sino a la muchedumbre de sumisos que siguen los designios que aquél les marca desde su poltrona o escaño. De ahí que podamos abiertamente afirmar que la inmensa mayoría de las ocasiones el pueblo se teme a sí mismo.

Y lo más grave de todo esto es que ese temor del pueblo hacia sí mismo no es más que un efecto ilusorio e irreal, pero a la vez resulta ser su propia condena, porque los dictadores, los autócratas y los tiranos deben su fortaleza al miedo de los pueblos a los que gobiernan, tratando de impedir que en ningún momento puedan llegar a ser conscientes de todo lo que les une como sociedad y como pueblo, llegando a verse los administrados casi de forma permanente como meros individuos enfrentados entre ellos. Y es ahí cuando surge la lacra del EGOÍSMO.

Cada ciudadano comienza a verse entonces como un siervo oprimido por culpa del resto de sus convecinos, y a causa de este error mayúsculo que deviene en un sentir generalizado, es cuando se acrecienta el poder del tirano y crecen sus perspectivas de perpetuarse en el poder. Y sólo cuando se consigue enmendar ese error generalizado entre los convecinos y se toma verdadera conciencia de pueblo y colectividad, es cuando se puede atisbar el fin del ficticio poder del tirano.

Seguramente hoy en día casi nadie se considere a título individual un siervo oprimido, pero casi todos en nuestras conciencias arrastramos la sensación de que nuestros gobernantes influyen de forma notoria en el devenir de nuestras vidas y que, los que carecemos de poder, dependemos en un alto grado de sus caprichosas tomas de decisiones, que la mayoría de las ocasiones, lejos de atender a las necesidades del pueblo, atienden a sus propios intereses personales, lo que nos deja huérfanos de las transformaciones sociales que realmente necesitan nuestros pueblos, comunidades autónomas o naciones.

Es ahí cuando empezamos a tener conciencia de que el “sistema” no funciona, ese sistema que no es más que otra ficción que existe en nuestros subconscientes, ya que no podemos negar que el poder existe y que vivimos en cierto modo dominados por nuestros gobernantes, pero cuando tomamos plena conciencia como sociedad de todas nuestras necesidades y los problemas que nos afectan y que nuestros gobernantes no nos ofrecen soluciones, o peor aún, desoyen nuestras reivindicaciones, y empezamos a cuestionarnos sus políticas, no estamos haciendo más que empezar a rebelarnos como pueblo, y esto en Alburquerque ya ha empezado a ocurrir.

Es entonces cuando empezamos a ver que alguno o algunos empezaron a salir del sistema y de la opresión, actuando por principios y conforme a sus propias convicciones. Es lo que también se conoce como tratar de preservar la dignidad personal. Entonces serían muchos los que se apresuraron a fustigarles con la única intención de hacerles “entrar en razón” para que volvieran al rebaño y a la obediencia debida, porque de lo contrario podrían sufrir consecuencias que lastrarían de una u otra forma sus vidas en el pueblo, cuando seguramente estos fustigadores estarían sintiendo envidia de estos primeros valientes que se atrevieron a dar el paso con arrojo. Por tanto, no fue el “sistema” el que los castigó en su momento, sino la opinión generalizada de todos aquéllos que seguían actuando fieles a los designios de aquél que les gobernaba, y por tanto dicha actitud correctora de la colectividad sumisa fue lo que determinó que el “sistema” se tornara un concepto opresor palpable.

En realidad, el poder no puede considerarse intrínseco al político o gobernante que lo posee, sino más bien el poder se lo otorgan en pequeñas cuotas todos y cada uno de los ciudadanos que, por su propia voluntad, le depositan el voto en las elecciones, le otorgan su confianza, o simplemente le ríen las gracias o le consienten sus salidas de tono, sus tropelías o sus desmanes hacia cualquiera de los ciudadanos, vayan, o no, directamente con ellos, porque a fin de cuentas todos los ciudadanos que actúan de esta forma acaban siendo cooperadores necesarios en la muerte de una localidad. Y algo así, a la vista de las circunstancias, ha debido ocurrir durante todos estos años en Alburquerque.

Decía un filósofo que el sentido de la dominación reside en que “alguien introdujo alguna vez en nuestra mente, en nuestra conciencia, un deseo, que se nos ha ido convirtiendo en una necesidad, ya que así ocurre con todo lo que ejerce poder sobre nosotros. Es la instalación de un mito en nuestra conciencia, un mito que puede tener la forma de un deseo, o de un temor, o de una creencia, o de una expectativa. Un mito que se refuerza cuando está en la mente de muchos, que lo reproducimos sin darnos cuenta al hablar de él y al compartir nuestra creencia, deseo, expectativa, temor, o el que sea su modo de estar en nosotros”. Pues bien, si queremos liberarnos de tal dominación, es preciso identificar esa presencia extraña que actúa en nuestra conciencia, y extirparla.

Y en eso andamos en Alburquerque sábado tras sábado en las concentraciones, en tratar de hacer terapia popular conjunta para intentar que el pueblo termine por perderle el miedo al pueblo mismo, aunque pueda resultar paradójico, porque ese miedo es el que estaba atenazando a sus vecinos y haciéndoles borrar de sus conciencias los valores, ideas y proyectos que nunca debieron dejar de exigir a quienes les han estado gobernando todos estos últimos años, y que sin embargo ahora pueden empezar a recuperar gracias a la iniciativa popular propia.

Es hora de que Alburquerque tome las riendas de su futuro y sus vecinos se legitimen a sí mismos como rebeldes con causa, que no debe ser otra que la libertad de pensamiento y cuestionarse el modelo que quieren para sí mismos como sociedad y como localidad en los próximos años.

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  • Juan Antonio García Palomo es responsable de Acción Social de USO-Extremadura