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CARTA PARA LA TERTULIA: Hay que soñar, a pesar de todo

JUAN DANIEL RAMÍREZ

Creo, Aureliano, que la felicidad digital, como estado emocional asociado a youtubers e influencers y nacido al calor de las redes, ya tenía su ‘precuela’ o antecedente en tiempos anteriores a la expansión de la ‘web social’.

Desde mediados de los ochenta del siglo pasado los programas privados de televisión parecían querer insuflar optimismo a una sociedad que transitaba hacia lo que algunos sociólogos norteamericanos llamaron ‘muchedumbre solitaria’. Cierto es que este concepto se ajusta mejor a una sociedad marcadamente individualista como la norteamericana, pero una variante de este fenómeno encontró su lugar en los países europeos y, en especial, en los mediterráneos.

No olvidemos que la mayoría de las cadenas privadas creadas en España en aquellos años asumieron el modelo italiano centrado casi exclusivamente en la distracción y el espectáculo. Era el resultado de la entrada de Mediaset, propiedad del magnate y político Silvio Berlusconi, en el mercado televisivo español. Más allá de Telecinco, perteneciente a esta compañía, las demás cadenas también comenzaron a introducir como elementos centrales de sus parrillas el espectáculo, los concursos, las famosas ‘cicciolinas’ o mamachichos, etc., en suma, trivialización, superficialidad y todo lo que esto lleva asociado.

En cierto modo, se estaba desarrollando en el mundo global un engendro que alcanzó su cima con la entrada en los medios de comunicación de Donald Trump, otro magnate tanto o más peligroso que el propio Berlusconi. El proyecto que gestaron iba más allá de la conquista del mercado televisivo. Su intención y la de los grupos políticos y mediáticos que les rodean era y es el de destruir la sociedad civil y acallar a la opinión pública.

Naturalmente, un proyecto económico, cultural y mediático de esa envergadura necesita crearse sus propios receptores, individuos preocupados por lo ‘privado’ sin atención alguna a lo ‘social’, a la vez, que usuarios sin complejos de las redes dispuestos a la exposición pública sin que le importen sus efectos. Yo creo que es en ese contexto donde entran muchos de los youtubers e influencers aunque, conviene señalar, que no todos.

Sin embargo, las acciones que estos conglomerados de intereses proyectan con el fin de lograr el máximo control social no tienen por qué alcanzar su objetivo. Los adultos de ahora, que es tanto como decir los nacidos en la era predigital, debemos estudiar y analizar con cuidado estos fenómenos, pero, sobre todo, con respeto, pues afrontamos algo que nos sobrepasa.

Seguramente, esos adultos, hombre y mujeres asombrados por lo que no entienden del todo, conocen a algún chico que mira las novedades de la moda y busca en Wallapop algún aparato para hacer ejercicios físicos en la terraza de su piso; o a alguna chica que, después de seguir a una youtuber especialista en maquillaje, se troncha de risa con las ocurrencias de Martita de Graná. Pero, además de hacer esas búsquedas en la red, igual podemos verlos participando activamente en una manifestación en apoyo de los inmigrantes ilegales, en defensa del medio ambiente o del LGTBI.

Martita es muy graciosa, los productos de Wallapop son más asequibles que los comprados en una gran superficie de tiempos prepandémicos y, por si fuera poco, seguir los consejos sobre maquillaje de la youtuber resulta más barato que hacerse un lifting en un salón de belleza. Además, la terraza en la que el chico hará sus ejercicios no es suya sino de sus padres y la habitación donde la chica sigue a su admirada youtuber es parte de un piso compartido con otros y otras en situación similar. Ambos ven casi imposible poder llegar a tener algo propio en el que vivir su intimidad y, muchos menos, soñar con crear una familia.

Como herencia los adultos predigitales les hemos dejado algo que se llama ‘precariedad’ (una palabra que resulta más suave que la de ‘pobreza’ a secas) y, precisamente por eso, no tenemos ningún derecho a juzgarlos.

No he podido leer aún el libro sobre la industria de la felicidad en el que aparecen las opiniones de Donna Freitas, pero, por lo que he podido entrever, estoy seguro de que voy a estar de acuerdo en un ochenta por ciento de su contenido. Sin embargo, también creo que a los millennials supervivientes de dos crisis, la económica y la pandémica, y a los jóvenes que han crecido entre ambas hemos de permitirles que se rían tanto como quieran y pongan cara de optimismo ante una vida caracterizada por la incertidumbre y el miedo al porvenir.

Mi conclusión es muy sencilla…, quizás hasta ingenua, pero creo que para quitarse las penas o soñar con futuros inciertos hace falta poner cara de felicidad.

CARTA PARA JUAN DANIEL.

Dado que en unas líneas resulta muy difícil de sintetizar todo lo que se dice en un magnífico libro (caso de Happycracia), te podría indicar que la critica que sus autores realizan se centran es esos productos made in USA, como son (¡ojo!) la denominada psicología positiva, el coaching, el mindfulness y todas la variantes de autoayudas, que se han extendido como la pólvora dentro y fuera de la patria de Donald Trump, para que los individuos crean que, incluso, los problemas que son de tipo social los tienen que resolver personalmente, o, mejor dicho, que a ellos no les afectan si siguen las directrices que desde la industria de la felicidad les mandan. Es decir, esa industria de la que nos hablan el psicólogo Edgar Cabanas y la socióloga Eva Illouz.

Siguiendo la exposición que realizas al principio, quisiera apuntar que el mundo en el que ahora nos encontramos ya lo anunciaba el francés Guy Debord a finales de la década de los sesenta del siglo pasado cuando publicó su libro La sociedad del espectáculo. Obra profética que con el paso del tiempo no ha hecho más que acentuarse.

No es de extrañar, pues, que los magnates metidos a políticos (antes Berlusconi en Italia y ahora Donald Trump en Estados Unidos) no son más que el espejo de una sociedad que se mira diariamente en las pantallas creyendo que la verdadera realidad está allí y que nuestras vidas no son más que una especie de ficción de la que saldremos algún día para traspasar la fina hoja de metacrilato y entrar en ese apasionante mundo que, como los esclavos de la caverna de Platón, esperamos desprendernos de las tristes sombras que contemplamos en nuestras existencias cotidianas, porque nos aguardan las alegres y felices aventuras que se despliegan ante nuestros ojos en las pantallas multicolor.

Pasando a otra cuestión que citas, estoy completamente de acuerdo contigo que el mundo que les ha tocado vivir a los jóvenes es muy duro y que van a tener que armarse de fortaleza para no sucumbir al desaliento ante tantos obstáculos como tienen que afrontar. No nos queda más que estar al lado de ellos y simpatizar con sus causas, pues ellos necesitan también nuestro apoyo.

Sobre el tema de los youtubers y los influencers, pienso que quizás para los más jóvenes yo tenga algo de ‘abuelo cebolletas’, ese que protagonizaba una de las páginas del inolvidable TBO, que, con su larga barba blanca y su pie escayolado, blandía su bastón para anunciar las peroratas que nadie quería escuchar. Y mi perorata más frecuente a los chicos y chicas que tengo como alumnos es que aprendan a gestionar sus tiempos con los móviles, que no los saquen en las clases y que lean libros (aunque esto último parece ser una tarea muy complicada).

Bueno, amigo Juan Daniel, solo me queda agradecerte que hayas aceptado entrar en la familia Azagala (que curiosamente es digital) para que podamos disfrutar de lo mucho que sabes y que, además, lo explicas muy bien.