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Tiempos inciertos (1)

Tiempos inciertos. Tiempos de ventanas, balcones y terrazas. Tiempos de temor, angustia y solidaridad. Tiempos de asomarse a la azarosa vida sin saber qué nos deparará el mañana.

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Ocho de la tarde. Salimos a la terraza. Comienzan a sonar los primeros aplausos. A ellos se les van sumando otros y otros hasta formar una pequeña orquesta que palmotea como si quisiera gritar que somos un pueblo, que vivimos en una comunidad, que amamos la vida y que no estamos tan aislados como se nos quiere hacer creer.

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En frente de mi casa hay una farmacia a la que acudo en alguna ocasión. Los conozco, nos conocemos, desde hace muchos años. Ayer salió Susana a la puerta cuando las palmadas estaban sonando a plenitud. Se unió a todos los que formábamos el coro de sonidos sincopados. En uno de los momentos, desde un balcón se lanzó: “¡Bravo, Susana. Gracias a vosotros que estáis al pie del cañón!”. En esos momentos, la chica lanzó un beso a todos los que nos asomábamos a la calle.

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Vivo en un pequeño edificio de tres plantas y con pocos vecinos que nos tratamos desde hace muchos años. Algunos de ellos, como tienen casa en sus pueblos, se marcharon para allá, por lo que nos hemos reducido más aún. Los que permanecemos hemos acordado acceder a la azotea de manera alterna. A mí me toca por las mañanas temprano, para caminar y hacer ejercicios de flexiones.

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El presidente francés, Emmanuel Macron, ha acuñado una frase que se ha extendido por los cuatro puntos cardinales: “Estamos en guerra, en guerra sanitaria”. No es, pues, una guerra de pueblos contra pueblos, de países contra países, sino contra un virus que la especie humana no albergaba en sus cuerpos. Cuerpos frágiles que hay que proteger ante un enemigo extremadamente pequeño y extraordinariamente letal.

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Sigo desde la distancia, y a través de Azagala digital, la vida cotidiana de Alburquerque.  ¡Algún día se le reconocerá el enorme valor a esa persona tenaz e infatigable que ha resistido todas las embestidas y que ha sido capaz, junto a otros que le han acompañado en la temeraria aventura, de abrir un espacio de libertad en un ambiente terriblemente anómalo como es el que se vive en la actualidad en el pueblo!

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También, algún día, una vez que hayamos dejado atrás la pandemia, se tendrá que escribir La Dama y el Okupa, una obra mezcla de terror, humor absurdo y surrealismo.

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Diariamente nos llegan las ascendentes cifras de fallecidos. En estas fechas se convierten en fríos números que se alejan de la idea que albergamos de lo que es un humano final de la existencia: sentirnos acompañados por aquellos que nos quieren. Triste fin de gente que caminaron por la senda de la vida con sueños, ilusiones, esperanzas, miedos y tristezas, los mismos que portamos quienes permanecemos.

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Decía Marco Tulio Cicerón, ese gran filósofo, político y orador romano que “La vida de los fallecidos está en la memoria de los vivos”. Totalmente cierto. Todos nos iremos. Todos tenemos que abandonar la tierra que pisamos para dejársela a nuestros hijos, a nuestros nietos… Pero no nos iremos del todo. Les dejaremos una herencia: el recuerdo de nuestras vidas.

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Caminamos portando certezas, pero también cargados de incertidumbres. Pisamos tierra firme en nuestros años juveniles. Con el paso del tiempo, nuestras pisadas se van pareciendo cada vez más a las huellas que dejamos atrás cuando andamos descalzos por la arena de la playa. Las mismas que las aguas del mar acabarán borrando. Sin embargo, la esperanza siempre nos acompaña en esta travesía, a pesar de que, llegado el momento, lleguemos a vislumbrar el final del camino, puesto que, como decía Fiódor Dostoieski, “tememos la muerte porque amamos la vida”.

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Y si amamos la vida, tenemos que entregar lo mejor de nosotros a quienes nos siguen.