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La dama que no miraba a los ojos. (Cuento de terror para leer al calor de la lumbre)

Por AURELIANO SÁINZ

Cuenta una antigua e inacabada leyenda que un día a un rincón de un lejano país que tenía un majestuoso castillo, encumbrado en lo más alto de empinadas rocas, arribó un intenso viento, casi huracanado. Dentro de los remolinos formados surgió una desconocida dama que tenía una extraña manera de mirar. Su venida estaba envuelta en una bruma de misterios, ya que coincidió con una espantosa sequía que había arruinado los campos, al tiempo que vaciado las arcas municipales de sus escuálidos recursos.

Nadie sabía de dónde procedía. Tampoco las razones por las cuales el señor del reino le dio tempranamente cobijo dentro de su corte. Pero lo que más intrigaba a los habitantes de este lejano país era que no miraba a los ojos de quienes se dirigían a ella, ya que su rostro, hierático como la esfinge de Guiza, solo lo mostraba, con el mentón alzado, hacia el frente, como si su derecha y su izquierda no existieran: para ella solo valía lo que se encontraba en línea recta a su mirada.

Pronto, los miedos se extendieron a lo largo y ancho del territorio. Y las cábalas sobre el misterioso personaje no cejaban, puesto que, curiosamente, en las habituales noches tormentosas se producían todo tipo de encantamientos que atemorizaban a las gentes sencillas y hacían que los niños se fueran llorosos a la cama llenos de pavor.

Así, en una ocasión, en la que el cielo de modo inesperado se cubrió de relámpagos, comprobaron que el castillo, que era su mayor orgullo, se convertía en un extraño edificio, a semejanza de una inverosímil catedral gótica, dado que sus esbeltas torres se fusionaban con las rocas sobre las que estaba asentado, generando una especie de bloque granítico rojizo que recordaba a los cuentos ancestrales en los que habitaban todo tipo de seres malignos.

“¿Visteis anoche la espantosa imagen que ofrecía el castillo?”, se preguntaban unos a otros, hablando cuidadosamente en voz baja y mirando a ambos lados, no fuera a aparecer de pronto la enigmática dama.

Sin embargo, había algunos pocos que sospechaban que el misterio caminaba por otro lado. “¿Era acaso esto lo que nos había prometido nuestro señor cuando decía que lo cambiaría a su gusto y haría de él la admiración de todos, por lo que atraería a tantos visitantes que nunca habría paro ni necesidades entre nosotros?”, replicaban quienes no creían en las vanas promesas que, una y otra vez, se les ofrecía desde el inaccesible trono.

Las sospechas y las quejas comenzaban a multiplicarse. Nadie entendía, por otro lado, las razones por las que el señor del reino había encumbrado a la foránea e inquietante dama, la misma que hacía correr a los niños cuando desde lejos la veían venir, encerrándose rápidamente tras cerrar estrepitosamente las puertas de sus casas.

Eran tantos los enigmas que, incluso, se empezaba a extender los más inverosímiles rumores acerca de lo que se ocultaba tras las obras que se habían llevado en la parte baja del castillo. “¿Qué acontece ahí dentro que se tiene cerrado a cal y canto?”, era la pregunta que todos se hacían, pero que jamás tenía respuesta.

El desaliento cundía entre los lugareños, a pesar de que un grupo de osados se obstinaba en preguntar y preguntar a la dama que ahora presidía la corte, y a la que ellos estaban invitados como representantes de quienes creían que era posible acabar con las desdichas que atenazaban a la población.

Tantas fueron sus insistencias que, en una ocasión, comprobaron que la dama, por fin, giraba lentamente su impertérrito rostro hacia ellos. De pronto, sintieron con horror que las paredes del recinto se diluían para encontrarse en un descampado en el que solo había una gran encina. Atónitos, veían que la dama, poco a poco, se iba transformando en ese árbol, cuyas ramas se convertían en su negra y abundante cabellera, al tiempo que su oscura y fulminante mirada les hacía hundirse en el terreno como si fueran arenas movedizas que terminaran tragándoselos.

“¡Cómo se atreven estos pobres ignorantes a desafiarme a mí con sus insidiosas preguntas! ¡Cómo osan provocarme para que yo me rebaje a mirarlos! ¡Ya es hora de que comprueben mi incuestionable poder y aprendan a respetarme!”, se la oyó murmurar desde lo más profundo de la vieja encina, al tiempo que soltaba una extraña carcajada que se ampliaba cuando el eco de su risa reverberaba en las lejanas sierras que rodeaban al descampado.

Al cabo de media hora, el encantamiento desapareció; no así la angustia que se había instalado en los cuerpos de los atribulados demandantes que, aturdidos, no salían de sus asombros, al comprobar que la dama volvía a mostrarse con su mirada frontal, rígida y desafiante como si nada hubiera pasado. ¿Estaban, acaso, viviendo una pesadilla de la que era necesario despertarse pronto?, se preguntaban entre sí, al tiempo que se palpaban para saber que no se encontraban en medio de una alucinación.

El miedo comenzaba a convertirse en auténtico pánico colectivo. Apenas se salía de casa, a menos que fuera estrictamente necesario. Los niños iban a la escuela siempre acompañados, y, una vez dentro de la clase, se cerraban todas las ventanas para evitar que por la acera pasara la dama y pudiera dirigir su mirada hacia ellos. El hombre del saco, las brujas y el sacamantecas volvieron a aparecer en los relatos de los mayores que los utilizaban para asustar a los críos más temerarios con el fin de que obedecieran lo que se les decía.

La tristeza y el desánimo se apoderó del espíritu del reino. Sus habitantes sentían que la llegada de la dama era algo así como una especie de castigo bíblico que se había abatido injustamente sobre una población que no se merecía tamaña desdicha. Parecían condenados a vivir en medio de la desesperanza, pues no sabían cómo salir de este estado de cosas que les abrumaba.

Sin embargo, y como también cuenta la leyenda, un día, sorpresivamente, volvieron los vientos huracanados. Entonces, el cielo se cubrió de tonalidades rojas y ocres. Multitud de aves aparecieron en el firmamento como si fueran convocadas para anunciar un cataclismo. Los objetos volaban al ser arrancados del suelo por la furia descontrolada de la naturaleza.

Y en esa leyenda se nos dice que, tras los cristales de las ventanas totalmente atrancadas, algunos curiosos descubrieron en el cielo un caballo cadavérico sobre el que cabalgaba la dama, con su negra cabellera al viento tapándole el rostro, al tiempo que sostenía entre sus brazos a una pequeña y extraña criatura blanca.

Era la última vez que volvieron a la verla. Nunca más se tuvo noticias de ella. La congoja se apoderó de los vecinos, dado que no comprendían las razones de su extraña aparición ni el significado de la horrible estampa que dejó en la retina de quienes la habían contemplado al marcharse. ¿Vaticinio de mayores desgracias o final de una pesadilla?

Algunos, los más pesimistas, interpretaron que la pequeña criatura que portaba en su huida era el vitalista espíritu del lugar que lo había arrebatado y que se lo llevaba lejos con ella, por lo que nunca volverían a conocer la alegría, la paz y la ilusión en sus tierras; otros, en cambio, creían que con ella también se iba el espíritu del atrabiliario señor del reino, que había encogido tanto hasta convertirse en un ser insignificante, por lo que pensaban que con la marcha de ambos se abría un halo de esperanza a los sueños mantenidos y conservados en medio de tanto horror vivido.

***

Epílogo: Lamentablemente, la inconclusa leyenda que acabamos de conocer no aclara quiénes tuvieron razón en ese dilema; ni qué sucedió finalmente con la dama que no miraba a los ojos; ni qué fue del señor del reino, una vez desaparecidos los protagonistas de este metafórico o verídico relato. A pesar de ello, tras consultar con eminentes sabios y prestigiosos taumaturgos, se sospecha que todo esto sucedió en un tiempo y en un lugar no tan lejanos como los que se nos narran en esta singular historia, por lo que nos aconsejan que prestemos atención ya que es posible que todo sea el presagio de nuevos y sorprendentes acontecimientos.