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Vida y muerte de don Álvaro de Luna (VII). Guerra castellano-aragonesa de 1429-1430

Por AURELIANO SÁINZ

Para que podamos comprender la guerra desatada entre la Corona de Castilla y la de Aragón (esta última apoyada por el Reino de Navarra), hemos de entender, tal como nos dice el eminente historiador catalán Jaume Vicens Vives (1910-1960) en su obra Juan II de Aragón: monarquía y revolución en la España del siglo XV, que los siete Infantes de Aragón eran castellanos por su nacimiento por ser hijos de la condesa doña Leonor de Alburquerque y de Fernando de Antequera, que sería coronado como rey de Aragón con el nombre de Fernando I.

Los siete (recordémosles de nuevo de mayor a menor: Alfonso, María, Juan, Enrique, Leonor, Pedro y Sancho) habían nacidos todos en Medina del Campo, localidad de Valladolid que cuenta con una de las grandes fortalezas medievales de nuestro país: el Castillo de Mota. Por otro lado, la madre de todos ellos era llamada La Rica Hembra, apodo que se ajustaba a la realidad, dadas las enormes posesiones que tenía en Castilla, entre ellas Alburquerque, Azagala y La Codosera.

El que fueran castellanos daba lugar a que en algunas ocasiones formaran parte del Consejo del Reino de Castilla, circunstancia que agravaba los enfrentamientos del tercer varón, el infante don Enrique, con el que llegó a ser el hombre más poderoso de la Corona de Castilla tras el rey, es decir, don Álvaro de Luna.

Por la lectura de los autores que he consultado (Manuel José Quintana, César Silió y José Serrano Belinchón, por un lado, y Jaume Vicens Vives, por otro), compruebo que la figura de Álvaro de Luna es vista de maneras diferentes. Vicens Vives en la obra citada culpabiliza a Álvaro de Luna de la guerra desatada entre los reinos de la Península; mientras que los primeros responsabilizan al belicoso infante don Enrique el origen de esta guerra que duró más de un año.

Así, Vicens Vives en la obra consultada nos dice que “el responsable del conflicto de 1429 fue el condestable don Álvaro de Luna. (…) Convencido don Álvaro de que era preciso terminar con el partido aragonés en Castilla, dispuso su acción de tal manera, que, haciendo inevitable la guerra, pudiera culpar de ello a sus rivales y reunir a su alrededor a la mayor parte de los magnates castellanos, a los cuales pensaba dar satisfacción distribuyendo entre ellos el cuantioso botín de las posesiones de don Juan y don Enrique. Era esto, sin duda, un plan magistral, que acredita la inteligencia del condestable” (pág. 69).

Como yo no soy historiador, consultaré con el profesor e hispanista británico Edward Cooper su opinión acerca de ambos personajes y sus responsabilidades en este conflicto bélico, en el que Alburquerque jugaría un papel relevante y que lo trataré de manera específica en el capítulo siguiente.

En el capítulo anterior hablábamos del regreso del condestable de modo triunfal a su función de valido del rey tras su destierro en Ayllón; sin embargo, esto no suponía el final de los conflictos que atenazaba a la corona, puesto que uno de los objetivos de don Álvaro de Luna era, según Vicens Vives, acabar con el partido aragonés en Castilla, y, por parte de Serrano Belinchón, “vaciar la Corte de tantos altos cargos, de tantos grandes y prelados como había, cuya persistencia sólo ocasionaría complicaciones y gastos innecesarios” (pág. 64). De todos modos, las pretensiones del condestable chocaban frontalmente con los intereses de los Infantes de Aragón, especialmente los de don Enrique y de don Juan.

Tengo que apuntar que el ahora rey de Aragón, Alfonso el Magnánimo, y su hermano, Juan II de Navarra (el primero y el tercero de los Infantes de Aragón), temían que no se acatara lo acordado en el Tratado de Torre de Arciel de 1425, por el que se respetaban las propiedades de los Infantes, unieron sus fuerzas en defensa de las posesiones que la familia tenía en Castilla.

De este modo, el 15 de marzo de 1429 en Tudela (Navarra), ambos monarcas se reunieron con la intención de atraerse para su causa a destacados miembros de la alta nobleza castellana para penetrar en Castilla con un ejército lo suficientemente fuerte que lograra derrotar al castellano y finalmente expulsar a Álvaro de Luna de la Corte.

Conocedor de este hecho, Juan II de Castilla reunió a su Consejo en Madrigal de las Altas Torres (Valladolid) con el fin de saber si convenía atender en primer lugar a la proyectada ofensiva contra el reino nazarí de Granada, que era el último reducto musulmán en la península por entonces, o frenar la probable incursión de las fuerzas aragonesas y navarras.

El Consejo del Reino se pronunció a favor de formar rápidamente un ejército compuesto por 2.000 hombres para que se trasladara a la frontera y enviar una embajada a los reyes de Aragón y de Navarra para prohibirles que entraran en su reino.

“Salvo algunas excepciones, la nobleza castellana se adhirió plenamente a la campaña contra los reyes de Aragón y Navarra. El 30 de mayo de 1429, en Palencia, se suscribió un documento de fidelidad y homenaje a la persona del monarca. Entre los firmantes descubrimos, no sólo a los adictos de don Álvaro -el almirante de Castilla, el conde de Benavente, el arzobispo de Toledo, etc.- sino a los antiguos simpatizantes del partido aragonés” (Vicens Vives, pág. 69).

Los reyes de Aragón y de Navarra, conscientes de su debilidad al haberse pasado sus partidarios a apoyar al rey, nada más cruzar la frontera​ buscaron la mediación de su hermana la reina María, casada con Juan II. Aceptaron la promesa de don Álvaro de Luna ofrecida a la reina de que las posesiones de los infantes de Aragón serían respetadas y de que el rey Juan II anularía la declaración de guerra para retirarse.

“Una vez atendido el ruego por parte del rey, doña María de Aragón pidió al condestable que fuese él quien levantase primero el campamento y se retirase del campo de batalla. Don Álvaro de Luna le respondió con una negativa rotunda, haciéndole ver que eso no lo haría de ninguna manera” (Serrano Belinchón, pág. 74).

Las hostilidades, que se habían iniciado oficialmente el 24 de junio de 1429 con la declaración de guerra del rey castellano Juan II, finalizaron un años después con la firma de las Treguas de Majano en julio de 1430. Ello supuso el reconocimiento de la derrota por parte de los reyes de Aragón y de Navarra. En virtud de lo acordado, los infantes de Aragón, incluido el rey consorte de Navarra, perdieron todas las tierras que poseían en Castilla, si exceptuamos unos pocos castillos entre los que se encontraba el de Alburquerque, puesto que allí resistían los infantes don Enrique y don Pedro.

“Los infantes don Enrique y don Pedro, fuertes en Alburquerque, se negaron a reconocer el convenio de Majano y prosiguieron sus hostilidades en la frontera extremeña, hasta que la traición, meditada por el comendador de Alcántara, Gutierre de Sotomayor, permitió al condestable don Álvaro de Luna apoderarse de la persona de don Pedro de Aragón y obligar a su indomable hermano a evacuar sus reductos como precio de la libertad de aquél” (Vicens Vives, pág. 78).

Sobre el cerco que don Álvaro de Luna y el conde de Benavente llevaron a cabo a la villa y la fortaleza de Alburquerque hablaré en el siguiente capítulo, pues merece conocer la trascendencia que tuvieron ambas como último reducto de una batalla ganada por las fuerzas castellanas guiadas por el condestable de Castilla.

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Anotaciones:

Para la portada he elegido una pintura del siglo XV, época que estamos estudiando y que representa una batalla en plena Edad Media.

La primera fotografía del interior se corresponde con el Castillo de Mota de Medina del Campo. Es un castillo de llano, a diferencia del Castillo de Alburquerque, que se inscribe en las fortalezas construidas en lo alto de un cerro rocoso que la hacía casi invulnerable al asalto de las fuerzas atacantes, si no se buscaban otros medios para derrotar a los ocupantes, como aconteció con los infantes don Enrique y don Pedro.