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Vida y muerte de don Álvaro de Luna (V). Destierro del Condestable

Por AURELIANO SÁINZ

Tal como apunté en la entrega anterior, la concesión del título de Condestable de Castilla a don Álvaro de Luna supuso un salto verdaderamente significativo en su avance para afianzarse dentro del reino. Como agradecimiento, el nuevo condestable organizó una gran fiesta en honor del monarca en Tordesillas.

Por entonces, y durante la prisión del infante don Enrique, el Reino de Castilla vivió años de tranquilidad, dado que el rey “siempre orientado y aconsejado por su condestable, crecía en capacidad de decisión y de acción (…) en tanto que la fobia, sobre todo contra la persona de don Álvaro de Luna iba cada día en aumento por parte de los nobles” (Serrano Belinchón, pág. 48).

Un hecho de gran significado por aquellas fechas tuvo lugar el 6 de enero de 1425, puesto que la reina María, esposa de Juan II, al tiempo que hermana de los Infantes de Aragón, daba a luz a un niño que, con el transcurrir del tiempo, pasaría a reinar con el nombre de Enrique IV. Como no podía ser de otro modo, por la estrecha relación entre el rey y su condestable, Álvaro de Luna fue el padrino en el bautismo del príncipe.

Meses después del nacimiento del heredero a la corona, los reyes de Aragón y de Navarra (los hermanos Alfonso y Juan, antiguos Infantes de Aragón, que subieron al trono con los nombres de Alfonso V y Juan II de Navarra) se preparan para la guerra contra su primo y cuñado Juan II de Castilla con el fin de liberar al hermano de ambos: el infante don Enrique.

El conflicto abierto entre Castilla, por un lado, y Aragón y Navarra, por otro, estaba a las puertas. La acumulación de fuerzas por ambas partes presagiaba una guerra dura, larga y cruel. Sin embargo, en este escenario apareció don Álvaro de Luna en su función de condestable como mediador y consejero del rey, propugnando la liberación del Infante preso para evitar la confrontación de las fuerzas de los tres reinos.

Las palabras dichas por Álvaro de Luna y que justificaban la liberación del preso, que se encontraba en el casi inexpugnable Castillo de las Peñas Negras de la villa de Mora (Toledo), según Serrano Belinchón, fueron las siguientes:

“Me parece, Señor, que la piedad y la misericordia por parte de los reyes debe ser grande, cuanto más en este caso debiera ser la vuestra acerca del Infante, por ser persona de vuestro linaje, y con la que estáis obligado a usar la mayor clemencia. Por tanto, Señor, si hizo algunas cosas en contra de vuestra realeza, en la que os haya podido perjudicar, yo espero que con la justicia divina se corregirá y enmendará, de tal manera que, habiendo conocido sus errores, en lo sucesivo procurará haceros grandes servicios, como la recta razón exige” (pág. 51).

De este modo, con fecha de 25 de octubre de 1425, fue puesto en libertad el Infante, saliendo del Castillo de Peñas Negras. De manera inmediata, siguió la licencia a los hombres de armas que se habían dispuesto en uno y otro bando, evitándose con ello la inminente guerra entre bandos familiares.

Sin embargo, ¡qué poco conocía el condestable al Infante! El odio y la envidia que sentía el segundo hacia el primero eran enormes. De nada servía que Álvaro de Luna fuera el que mediara para que saliera de prisión y que le hubieran sido devueltas todas sus propiedades en tierras castellanas, pues muy pronto buscó con su hermano Juan, ya rey de Navarra, unir fuerzas para atacar a la Corona de Castilla.

Conocedor de esta situación, don Álvaro pensó que lo mejor era alejarse de la Corte de modo voluntario, ya que de esta forma se evitaría el enfrentamiento que se estaba gestando. Empezó a comprender que la terrible aversión que el Infante sentía por él no iba a desaparecer, ya que lo tenía como su enemigo a batir de cualquier modo.

Tras comunicarle al rey su decisión de alejarse de la corte, acordaron poner esta cuestión en manos de unos jueces para que actuaran de árbitros. Estos dictaminaron que el condestable saliese de Simancas, lugar en el que se encontraba en aquellas fechas, sin que se despidiera del rey y estuviese alejado más de quince leguas por un espacio no menor de año y medio.

A pesar de que la sentencia entristeció enormemente a Juan II de Castilla (al que a partir de ahora tenemos que diferenciar de su primo el rey consorte Juan II de Navarra), ya que desde muy niño no se había separado de quien fuera su consejero y protector, entendió que la fidelidad que este le profesaba era total, por lo que acabó aceptando la solución dictada por los jueces para evitar el conflicto con el Infante de Aragón.

Cuando Álvaro de Luna sale para su destierro hacia su villa de Ayllón (Segovia), acompañado de caballeros y escuderos, tenía treinta y cinco años, mientras que el monarca había cumplido los veinte. Indico esto, dado que a pesar de los quince años que les separaban en edad, ambos ya eran hombres adultos con una larga trayectoria en el gobierno y consejo del reino.

Alejado de las tensiones y de los conflictos de la Corona, el condestable pasó quizás el tiempo más apacible de su vida, disfrutando de los ratos de soledad que le proporcionaba su retiro en Ayllón. Allí, “se dedicó a practicar la caza, abundante de venados, jabalíes y osos por aquel tiempo; a cabalgar por placer recorriendo los montes; a caminar de un lado para otro visitando aldehuelas y caseríos habitados por gentes honradas y trabajadoras, teniendo todo tipo de fiestas en su palacio” (Serrano Belinchón, p. 56).

Sin embargo, la ausencia del condestable de la Corte supuso que las cosas fueran de mal en peor. Las ambiciones e intereses de algunos nobles, que tiempo atrás se habían visto reprimidos durante largo tiempo, ahora asomaban de manera abierta, de modo que el gobierno cotidiano se había transformado en un verdadero caos.

Incapaz de hacer frente a tanto desorden, Juan II le escribe a su condestable pidiéndole que regresara a la Corte. Este sin embargo se hizo de rogar, manifestándole que deseaba ser feliz alejado de una corte infecta de egoísmos y divisiones y con un reino descompuesto por el mal gobierno.

El rey insiste con una nueva misiva. Por su parte, “don Álvaro de Luna, satisfecho por haberse hecho de rogar tantas veces a la llamada del Rey, y comprendiendo que no tenía otra salida que volver a la Casa Real, pidió a Juan II por carta de su puño y letra que exigiese a los Infantes, arzobispos, maestres y demás nobles de la Corte un juramento firmado donde quedase constancia por parte de todos de que su presencia en el gobierno de Castilla, con todos los cargos, títulos y prebendas que había tenido antes, la consideraban necesaria” (Serrano Belinchón, pág. 59 y 60).

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Anotaciones:

La fotografía de la portada nos muestra una vista aérea del Castillo de Peñas Negras del municipio de Mora de Toledo. Nos encontramos ante una fortaleza del siglo XIII, realizada en mampostería, sillería y ladrillo. Es de propiedad privada, encontrándose en un estado bastante deteriorado, como puede comprobarse. De las cinco torres que tenía la fortaleza solo se conserva una de ella, actualmente, en proceso de restauración

En la primera imagen del interior mostramos una representación medieval del siglo XV de hombres armados y a caballo en disposición para el combate. En uno de los jinetes, vemos que el estandarte que porta aparece una luna orientada hacia abajo, tal como correspondía al linaje de la Casa de Luna.

La segunda imagen del texto se corresponde con la parte central del castillo de Ayllón, pequeña villa de 1.200 habitantes que se encuentra en la provincia de Segovia. En esta fortaleza permaneció don Álvaro de Luna durante su destierro, que había aceptado para evitar la confrontación de los reinos de Castilla, Aragón y Navarra; confrontación que, como veremos más adelante, se hizo imposible.