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La noche de Nochebuena en un cortijo de Alburquerque

Por JOSÉ MANUEL AMBRÓS

Lino Duarte Insúa, nace en Alburquerque la tarde del dia 4 de Junio de 1871, en la calle Campomanes número 12, hoy calle Cinco Vecinos. Hijo de don Salustiano Duarte Seco y de doña María del Carmen Insúa. Fue bautizado en la parroquia de San Mateo, el día 9 de junio de 1871, por el párroco don Joaquín Samino.

Su padre, secretario del Ayuntamiento durante 50 años, será la persona que más influye en su carácter. Escribe la Historia de Alburquerque y deja un legrajo de mas de 600 articulos publicados en periodicos nacionales y revistas culturales.

Despues de muchos años recopilando sus artículos, he conseguido 642 escritos de este ilustre alburquerqueño, los cuales tengo recogidos en pequeños libritos individuales.

A petición del director de esta revista, que me ha solicitado algunos de estos pars su publicación, os dejo uno muy apropiado para estas fechas y en concreto para hoy por ser una fecha especial:  “La Noche de Nochebuena, en un cortijo de Alburquerque”.

 

LA NOCHE DE NOCHEBUENA, EN UN CORTIJO DE ALBURQUERQUE

Publicado en el Periódico HOY de Badajoz,  24 de Diciembre de 1935

Lino Duarte Insúa

Si en verdad razón hay en el pensamiento que nos asegura que los recuerdos embellecen la vida, no menos razón existe – ¡desde luego! – en este otro en donde se nos dice que en todo recuerdo hay una tristeza. Por lo tanto: siendo así, nada me importa que no sé a cuál quedarme…

Sólo concibo –en mi larga reflexión- que ambos en su afán, en mí se fundan y conviertan en un común denominador a pesar de que la luz y la sombra sean dos cosas distintas; porque cuando el alma vive y sueña con la nostalgia del pasado, muy fácilmente, sin mucho esfuerzo, la tristeza se puede convertir en placer, o, al menos, difuminar sus negros tonos que, no en balde, si la primera por ser dolor cuenta las hora,; el placer las olvida. Mas como el olvidar –en este caso- no es un grato remedio, hagamos hincapié en los recuerdos que embellecen la vida y se apartan por completo de la tristeza. Y si esta persiste, que sólo sea porque ya nos hallamos en mucho más de la mitad del camino que nos queda por recorrer; pues no soy yo de quienes viven en la creencia de que se tiene la edad que el corazón manifiesta. ¡Ojalá!; porque si así fuera, ¡ya estaría tocando la zambomba!…

En fin, vamos a lo que íbamos.

Eminentemente popular y pastoril es la Nochebuena en un cortijo de Alburquerque. Nadie que la haya vivido puede olvidarla; sobre todo, cuando la evocación tradicional se celebró –aunque sólo haya sido una sola vez- entre pastores, amigos y familiares que, reunidos al amor de la lumbre, bajo el techo de cualquier cocina campera, cantaron coplas y villancicos al compás de las zambombas y de los almireces, entre tragos y tragos de vino, bebido directamente de la calabaza, acompañado de madroños de la sierra y de las bellotas asadas al rescoldo…

Parece que lo estoy viviendo: Mientras unos, a punta de navaja, rajaban las cáscaras de las bellotas para que no saltaran en la lumbre delante del borrajo y las mondaban entre soplo y restregón, llenándose las manos de ceniza, no faltaba quien, por ser más decidido, descolgaba del “jumero” algunos chorizos de la reciente matanza y, bien en la “morilla” o en los llares, allí los dejaba hasta el crítico momento en que los suponía a punto de caramelo.

El llamear de la lumbre nos envolvía en ramalazos de luz y de sombras, pero cuando las llamas se iban no hacía falta indicarlo: rápidamente surgía el “soplaor” para hacerlas saltar nuevamente de los leños. Luego, de cuando en cuando, se hacía “bolo” es decir daba un bocado más hasta que el tocador de turno enjugáse, al calor de la fogata, la tirante piel de la zambomba, previamente frotada con ajo crudo para que sonara mejor; pues fue tanta la saliva con que se mojó la mano quien antes la había tocado, que la caña resbalaba de sus dedos sin hacer la más leva ruido.

Ya la zambomba preparada, nuevamente alternaban las coplas religioso-profanas con los villancicos; desde el romance de “Las doce palabras retornadas”, “La huida a Egipto” y “El Niño perdido”, se pasaba al “Rundin menudin, flor de pirulé, y ¡olé!”…, terminando caprichosamente con el estribillo “La Virgen lavaba, sus ricos pañales, San José los tiende, en los retamares”, en loca algarabía que mayores y chicos, con estruendo alborotador y bullicioso de panderetas, tapaderas, zambomba y almireces, hacían temblar las paredes en señal de que se echaba encima la hora de mayor júbilo.

Ni que decir tiene que, los zagalillos, haciendo causa común con los chavales de los señores, andaban a la caza de pestiños y perrunillas que, reposando en lebrillos y barreños, al lado del arroz con leche y las torrijas, se hallaban sobre la “cantarera”, en esta tradicional noche que se encuentra vacía de cántaros y demás vasijas que allí suelen a diario depositarse.

Va acercándose la hora… Desde anteriores días ya se tiene prevenidas algunas cargas de secos gamonitos para que sirvan de luminarias, en unión de los candiles, en las rinconadas en donde un Niño-Dios, sobre las pajas pesebreras, en noche semejante vino al mundo para redimir a la Humanidad desde el santo madero de la Cruz

Llegado el momento, típicas y originales canciones salen por boca de aquellos mozos que no desconocen “El gabarrán”; especie de danza ejecutada por un hombre solo, que trota arriba y abajo, por la cocina, cantando a coro con los reunidos, que le tocan las palmas; o las coplas conocidas por “La tonada del caldero”, en las que el mismo cantador se acompaña tocando un “calderiyo”, de hierro, de los que usan para hacer las migas, dejando caer el asa de éste sobre el borde, a cada compás, según va pidiendo el ritmo. Lo que logra conseguir el ejecutante alzando o bajando perpendicularmente el asa, a base de golpes más o menos secos.

Pero… ¿Quién ignora que esta rústica gente posee múltiples y tradicionales enseñanzas? ¡Con qué sabor histórico y religioso exponen sus relatos! Alguien me dijo hace ya muchos años, ¡muchos!… “Un mayoral setentón es un pozo de sabidurías”. Por ello pienso que de alguno de estos viejos pastores naciera esta copla:

“La Nochebuena se viene,

la Nochebuena se va,

y nosotros nos iremos

y no volveremos más”.

He aquí, quizás, la causa por la que saben solemnizar la Natividad del Señor. Pues lejos del lugar nativo, y hasta de los suyos, arde la fe de estos hombres rudos, pero nobles, con mayor inquietud, en la noche de la Nochebuena, antes y después de la sopa de almendras.

Y ahora, si bien es verdad que los recuerdos embellecen la vida, ¿quién puede negarme que al mismo tiempo encierran una tristeza?