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Delirios

Por AURELIANO SÁINZ

No. Al hablar de delirios referidos a las promesas o a las actuaciones que acontecen en Alburquerque, no me estoy refiriendo a esos pesares y angustias que asoman al corazón y lo tiñen de luto cuando escuchamos las letras de los boleros, los mismos que se encargan de recordárnoslos en aquellas ocasiones que, amorosamente, cogidos de la pareja los bailamos cargados de nostalgia y melancolía.

De este modo, le pedimos al reloj que se pare, que “no marque las horas”, porque si no se paran uno siente que va a enloquecer; o cuando nos vemos abocados a la desesperación, ya que la dolorosa respuesta que siempre recibimos, ante las incertidumbres que nos consumen, es la de “quizás, quizás, quizás”.

No, no son esos delirios que llegan directos al corazón como dardos certeros y que tanto cuesta arrancarlos y arrojarlos lo más lejos posible. Me refiero a otros delirios. Son aquellos que nacen de ideas y pensamientos obsesivos, que si se enquistan conducen a estados mentales que se viven como anticipos de una posible e inquietante locura, esa que todos deseamos alejarla de nosotros, pues no hay nada que asuste más que perder la razón.

Llegados a este punto, es posible que quienes estén leyendo este escrito se hagan la siguiente pregunta: “¿A cuento de qué traigo yo este tema en unas fechas en las que las elecciones son lo prioritario y en las que todo el mundo tiene su mente concentrada en ellas?”.

La verdad es que esto no es algo que me haya llegado de pronto, sino que se ha ido gestando a lo largo del tiempo, en las muchas veces que he pensado en los derroteros por los que ha sido llevado Alburquerque en los últimos lustros. Y otra vez, con cierta angustia, me vuelve a asomar la idea de los delirios cuando leo la información aparecida en Azagala digital acerca de las propuestas que contiene una de las candidaturas que se presenta en las próximas elecciones municipales.

Son esas insólitas y alucinantes promesas que se encuentran en el artículo titulado “Playa de un kilómetro en Carrión y otros delirios”, en el que se nos narra el conjunto de maravillas que se ofrecen al pueblo, como si con antelación y a alto nivel se hubiera contactado con el magnate estadounidense Sheldon Adelson para traer una especie de mini-Vegas a nuestro territorio y ahora se anunciaran a bombo y platillo.

Como era de esperar, tras la lectura del artículo, los numerosos comentarios escritos que asomaban en Azagala se tomaban a chacota semejantes delirios. Sin embargo, apareció uno muy escueto de una escribiente que preguntaba incrédula: “¿Pero esto va en serio?”. A lo que el director le responde: “Aunque parezca mentira, va en serio”.

Ante aquella sencilla pregunta y la clara respuesta recibida, me surgieron tres interrogantes que a continuación paso a exponer.

La primera sería: “¿Va en serio que se vayan a construir todas esas maravillas?”, porque en ese breve diálogo la duda está centrada en el posible error del redactor que no recogió bien la información y que la daba sin, quizás, contrastarla con el programa original.

Una segunda interrogante podría ser: “¿Va en serio que eso era realmente lo que aparecía en el programa electoral, aunque después se compruebe que, simplemente, se trataba de una estrategia para ganar un puñado de votos?”, pues no es descartable que en el período electoral se ofrezca a los electores “el oro y el moro”, algo tan habitual a lo que ya nos tienen acostumbrados que no es de extrañar que ahora también se prometa el Santo Grial.

Sin embargo, la que me resulta más inquietante es la tercera: “¿Va totalmente en serio que quien las promete se las crea a pie juntillas?”. Esta es la que verdaderamente me preocupa.

Porque, veamos. En el primer caso, Alburquerque tendría que ser algo así como Villar del Río, ese pequeño pueblo castellano que Luis García Berlanga imaginó para la película  Bienvenido, Mister Marshall, cuyos entrañables y confiados vecinos creían que los americanos les traerían maravillas de ese país tan lejano y tan magnífico que parecía de leyenda. Pero, mucho me temo que en Alburquerque una parte importante de la gente ya  está bien curtida, por lo que no es tan proclive a pensar que del cielo, y menos aún de Estados Unidos, va a caer el maná que saque al pueblo de la situación en la que se encuentra.

En el segundo caso habría que apuntar que, efectivamente, todos esos increíbles portentos han sido prometidos sin pestañear, sin sonrojarse, sin que les diera a los promotores un ataque de risa, y, lo más curioso, es que muchos de los asistentes al acto, parece ser, aplaudieron entusiasmados ante los prodigios que, al fin, les harán felices.

Pero, ay, esos entusiasmos ya me los conozco. Me hacen recordar, años atrás y en la misma Casa de la Cultura, cuando comprobé que quienes fueron a la presentación de la segunda versión de la hospedería en el Castillo de Luna, y sin que comprendieran lo que el arquitecto redactor explicaba por las dificultades que entrañaban los planos mostrados en la proyección, aplaudían cuando el primer edil juntaba las manos para que ellos siguieran sus directrices. ¡No podía creerlo; pero era así!

El verdadero problema puede darse en la tercera opción, es decir, en el caso de que quien haya pensado y redactado ese programa se crea de verdad que todos esos prodigios son posibles en un pueblo que acumula una deuda insostenible. Aquí sí que nos encontraríamos ante alguien que puede ser sujeto de verdaderos delirios mentales.

Con el fin de que nadie se sienta excluido, tengo que apuntar que, tal como nos dice Carlos Castilla del Pino, quien fuera uno de los psiquiatras más brillantes de nuestro país, “la mayoría de los seres humanos se acercan al delirio pero no se instalan en él”, quizás porque sepan frenar a tiempo o porque pisan la realidad con tanta firmeza que las fantasías irreales no hacen mella en sus vidas.

Para que conozcamos algo de este tema, quisiera extraer y comentar algunos párrafos  de su libro El delirio, un error necesario, que contiene numerosos ejemplos de casos clínicos que él atendió y que, de algún modo, ayudan a comprender las explicaciones algo complicadas para personas no versadas en el campo de la psicología.

Lo más razonable es comenzar por su definición de delirio. Dice así: “El delirio se define en los tratados de psiquiatría como una interpretación o creencia errónea a la que el sujeto (delirante) confiere carácter de cierta y que posee en él categoría de incorregible, a pesar de todos los argumentos en contra, incluso ante toda prueba de realidad”.

Esto nos lleva a entender que cuando alguien, de modo reiterativo, se encierra en sí mismo, considerando que sus deseos y fantasías son posibles, a pesar de las explicaciones que se le ofrecen en contra son contundentes, corre el riesgo de entrar en un peligroso proceso delirante.

De este modo, lo encontramos cuando en Alburquerque promete “una playa de un kilómetro de larga en Carrión con bandera azul”, “la construcción de un albergue para perros y gatos”, “la expropiación de una finca para construir cientos de viviendas para mayores, con un centro de salud, zonas verdes y un spa”, “un albergue juvenil”, “autobús eléctrico”, “centro de ocio en el antiguo Cine La Torre”, “centro de salud mental con psicólogo y psiquiatra municipales”, “cuatro pistas multideporte”, “dos nuevas fábricas de pizarras”, “ocho vehículos eléctricos para todos los servicios municipales”, etcétera, etcétera.

Y, claro, ¡cómo no!, ¡había que hablar otra vez de la hospedería, que se acabaría realizando cuando la Junta de Extremadura, propietaria del Castillo de Luna, se lo entregara al Ayuntamiento!

De nada sirve que la Junta de Extremadura diera un carpetazo a un absurdo proyecto que supuso un enorme gasto y, posteriormente, destinara seiscientos mil euros para la creación del Centro de Interpretación del Medievo, que el “señor del castillo” lo tiene cerrado porque eso no es lo que a él le apetece.

Todo esto nos conduce a los distintos tipos de delirios que Castilla del Pino expone en su obra: delirios de celo, delirios de persecución, delirios de grandeza…, pues, tal como apunta: “El delirio es resultado de un proceso al que el sujeto llega en sus relaciones conflictivas con la realidad y consigo mismo (…) Lo decisivo es que el sujeto delirante, merced a su proceso patológico, ha construido un yo de tal magnitud que absorbe a todos los demás y se presenta como único”.

Uno de los problemas de quien padece delirios de grandeza es que se rodea de gente que interesadamente le adula, le hace creer que, efectivamente, es único, que él está en lo cierto, por lo que “El delirante lee sin error, certeramente, las intenciones de los actos de los demás, sabe cuál es el significado de cada cosa, de cada actuación, de cada gesto. Significan lo que él les hace significar, lo que en última instancia quiere que signifiquen”.

Volver a la realidad implica grandes dificultades, pues cuando se sale del ámbito de los delirios hay que afrontar la depresión postdelirio, ya que, según Castilla del Pino,  “responde a un proceso de desadaptación al brusco abandono de la realidad que se había edificado, sin posibilidades de adaptación a la realidad a la que ahora se le devuelve”.

Y la gravedad de esa situación de postdelirio es la que determinará la marcha de quien ha estado largos años inserto en un mundo que ha construido a su medida, sin escuchar nada de otras voces, de otras opiniones, puesto que las únicas que aceptaba eran las que le confirmaban las suyas.

Para cerrar esta breve incursión sobre el mundo de los delirios, quisiera apuntar que las obras que han ilustrado este escrito pertenecen a Salvador Dalí, uno de los grandes pintores españoles del siglo pasado. Este genio, un auténtico ególatra, nos representó las oscuridades que se instalan en el subconsciente del ser humano y que reaparecen en los sueños en forma de relatos insólitos, que, a fin de cuentas, no dejan de ser formas de delirios nocturnos fantaseados y que nos ayudan a mantenernos cuerdos en la vigilia frente a la dura realidad que, a veces, se nos muestra.